49. La invasión

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La luna y las estrellas brillaban en todo su esplendor en los grandes terrenos de la tierra sagrada de las Diosas, entremezclándose con las tonalidades de la firme estructura del majestuoso palacio del reino.

Siendo escoltados por dos guardias, se encontraban el rey Daphnes y la reina Celine de camino al hogar de los marqueses, pues iban a verlos para felicitarlos por un gran acontecimiento. El nacimiento de su primera hija.

A pesar de las penas por las que estaban pasando debido a la desaparición de su amada hija y la ausencia de su yerno, la noticia del alumbramiento les había traído una momentánea alegría, pues les hizo recordar cuando tuvieron a su pequeña princesa, y engrandecieron sus deseos de convertirse en abuelos en algún momento.

Al llegar a la mansión de los marqueses, fueron recibidos por la sirvienta, la que, sonriente debido al reciente suceso, los escoltó hasta la habitación de los jóvenes.

Al inicio los soberanos se negaron a entrar a la habitación, pues el plan inicial era solamente felicitar a Cocu para no importunar a su esposa, pero la mucama les explicó que por tratarse de ellos iban a ser recibidos en el sitio

Entusiasmada, la pareja entró a la habitación, siendo recibidos por el marqués, mientras que Gracielle estaba en la cama con su bebé en brazos. Ambos los recibieron con una sonrisa, sintiéndose honrados de tenerlos en su hogar.

- Gracias por haber venido. – dijo Cocu, sonriente.

- No tienes nada que agradecer. Hemos traído un presente para la pequeña. – respondió la reina, entregando el objeto.

- Muchas gracias, no debieron molestarse.

- Nada de eso, lo hemos hecho con mucho gusto. Permítenos conocer a tu hija, por favor. – pidió Daphnes.

La pareja se acercó hasta la cama, haciendo que Gracielle se incorpore para saludarlos debidamente. Sin embargo, la reina la detuvo.

- No te levantes, querida, aún se te ve muy cansada. – pidió amable.

- Gracias por haber venido. Mi esposo y yo valoramos mucho su presencia.

- No hay nada que agradecer. Estamos muy felices por la llegada de tu hija, era imposible que no vengamos a verla. – respondió Daphnes.

- Me siento muy feliz de por fin tenerla entre mis brazos. El parto fue difícil, pero nada se compara a esta inmensa alegría que siento. Nunca creí que ser madre fuera tan maravilloso. – dijo la joven, abrazando con devoción a su pequeña.

- Ser madre es una de las bendiciones más grandes para una mujer, de eso no tengo dudas. ¿Me permites cargarla? – preguntó la reina.

- Claro que sí. Hágalo, por favor.

La marquesa le pasó a su hija a la reina, la que, ensimismada junto a su esposo, la observaron y notaron que a pesar de ser pequeña, muchos de sus rasgos se parecían a los de su padre; uno de ellos su cabello castaño. Ambos sintieron ternura al ver a tan inocente criatura, pero al mismo tiempo se llenaron de nostalgia, pues a sus mentes llegó el día en el que tuvieron a su princesa, y les dolía en el alma no tenerla con ellos en esos momentos.

- Me he acordado cuando nació Zelda, tan hermosa y pequeña como esta bebé. – dijo la reina, luchando para no derramar lágrimas.

- Sí, yo recordé lo mismo... – contestó el soberano, con pesar.

Al escuchar a los reyes, los marqueses no pudieron evitar entristecerse, ya que al igual que ellos extrañaban a su amiga, y por supuesto, a Link. Hubieran deseado que ambos estén en ese momento tan importante junto a ellos.

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