LAST ROMEO

By wickedwitch_

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Condenados a odiarse. Destinados a amarse. Desde pequeños, tanto Genevieve como R han visto cómo sus dos fami... More

Nota de la autora.
PRIMERA PARTE.
I. SHOT ME DOWN.
II. HEY BROTHER.
III. ANIMALS
V. PAPARAZZI.
VI. HERO.
VII. POKER FACE.
VIII. COME, GENTLE NIGHT
IX. DON'T LET ME GO.
X. YOU GIVE LOVE A BAD NAME.
XI. ROMEO DRINK TO THEE
XII. PIECES OF ME.
XIII. TIME BOMB.
XIV. BECAUSE OF YOU.
XV. MIGHTY LONG FALL.
XVI. DAYMARE.
XVII. OVER YOU.
XVIII. SHAKE THAT BRASS.
SEGUNDA PARTE.
XIX. HEARTACHE.
XX. DISPARO AL CORAZÓN.
XXI. FALLING FAST.
XXII. LETTING GO.
XXIII. PERDÓN, PERDÓN.
XXIV. HAUNTED.
XXV. FORTUNE'S FOOL.
XXVI. MEMORIES.
XXVII. WELCOME TO HELL.
XXVIII. FIND YOU.
XXIX. BAD GIRL.
XXX. EARNED IT.
XXXI. HEART BY HEART.
XXXII. CALL ME BABY.
XXXIII. NEW DAYS
XXXIV. HE LOST EVERYTHING
XXXV. STUCK IN THE MIDDLE.
XXXVI. KENDRICK'S SACRIFICE.
XXXVII. BINARY SUNSET
XXXVIII. IT CAN'T BE
TERCERA PARTE.
XXXIX. BEHIND THESE HAZEL EYES
XL. A PATH I CAN'T FOLLOW
XLI. EVERYTHING AND NOTHING.
XLII. FROZEN.
XLIII. ALL I NEED.
XLIV. WE WERE SO CLOSE.
XLV. CUT.
XLVI. LOST.
XLVII. RECUÉRDAME.
XLVIII. WHEN THE DARKNESS COMES
XLIX. LET HIM GO.
L. ECOS DE AMOR. (1ª PARTE)
LI. ECOS DE AMOR. (2ª PARTE)
LII. PER ASPERA AD ASTRA.
LIII. LOVE DEATH BIRTH
LIV. BEGINNING OF THE END
LV. THE OTHER HALF (OF ME)
LVI. YOU RUIN ME
LVII. U R
EPÍLOGO. LAST DANCE

IV. BANG BANG.

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By wickedwitch_

 R

A la mañana siguiente, mi primo ni siquiera me concedió la tregua que habíamos pactado para las situaciones post-fiesta. Saltó limpiamente y aterrizó encima de mí, aplastándome bajo su peso. Comencé a revolverme para quitármelo de encima, pero Ken parecía haberse convertido en un tonel de cemento de varias toneladas de peso. Para colmo, él se echó a reír alegremente. Y mi cabeza se quejó en respuesta a aquellas carcajadas tan estruendosas que retumbaban en mi cabeza como si estuvieran instaladas para siempre.

-Anoche te lo pasaste bien, ¿eh? –Preguntó Ken y me hincó el codo en el costado a propósito-. ¿Cuántas cayeron? ¿Una? ¿Dos? ¿O tal vez ninguna?

Gruñí y mi primo se apoyó más aún en mí.

-Oh, vamos, ¡cuéntamelo! –me suplicó-. La chica con la que te dejé anoche parecía merecer la pena… y mucho. De haber sabido que tú no habrías hecho nada con ella, me hubiera quedado… ¡Ah, joder, R, eres un puto cerdo! Eso es jugar sucio –gritó, mientras le retorcía la muñeca y él intentaba liberarse.

La chica de la máscara rosa, la rubia, había conseguido divertirme la noche. Primero me había intentado engatusar invitándome a beber más, con el deseo de saber más sobre mí, y luego me había dejado con el calentón alegando que se encontraba mal. Muy hábil. Aunque no habíamos conseguido llegar más lejos que el toqueteo, me había sentido… aliviado. El encontrar una chica que pusiera unos límites y no se entregara por completo a mí me había recordado a los viejos tiempos; a mis inicios, diría yo, cuando solamente era un chaval que buscaba el amor verdadero.

Aquella chica era diferente y lamentaba, de forma tardía, no haberle preguntado cosas sobre ella. Me arrepentía incluso de no haberle dicho mi nombre pero, quizá, eso hubiera supuesto otro giro a los acontecimientos: toda chica que me conocía, caía rendida a mis pies y me suplicaba que la llevase a cualquier rincón y que folláramos sin compromiso. Ahí radicaba la diferencia entre la rubita y la morena a la que me había tirado después de haber dejado a la rubita con su amiga: la primera se había convertido en un desafío, la segunda había sido fácil de complacer y de despachar.

Saqué la cabeza de debajo las mantas y observé a Ken, que tenía un gesto de dolor y había terminado en el suelo.

Mi primo me lanzó una mirada de odio mientras se frotaba con insistencia la muñeca. Vaya, quizá me hubiera pasado un poquitito.

-Con esa chica no pasó nada –le aseguré-. Mi belleza la abrumó y se tuvo que ir en mitad de la fiesta porque se encontraba mal –le conté.

-Pero luego te vi muy bien acompañado con una morena –recordó Ken, con una sonrisita-. ¿Consiguió ésa resistirse a tu belleza o también se tuvo que ir?

Le guiñé un ojo de forma evidente.

-¿Tú qué crees? –le pregunté, poniendo los ojos en blanco.

Ken se echó a reír como si le hubiera contado un chiste divertidísimo y rodó por el suelo, olvidándose por completo de su muñeca malherida. Sus carcajadas, que se me clavaron como agujas en la cabeza, retumbaron por toda la habitación y, sabía, que no iban a tardar en alarmar a los dos pequeños, que vendrían corriendo dispuestos a conocer todos los detalles escabrosos de la noche anterior. Según ellos, tanto Ben como Antonio eran el futuro de la familia; la siguiente generación. A pesar de los intentos de mi madre de intentar refrenarlos, ellos parecían estar encantados con nuestras peripecias.

Mi padre, obviamente, estaba desesperado por intentar cambiar ese pequeño detalle: por eso mismo se encargaba de mantener zanjados cualquier tema que tuviera que ver con alguna herida, discusión o noticia sobre las correrías nocturnas que teníamos Ken y yo.

Los pasos resonaron por todo el pasillo, incluida mi cabeza, y los gritos de los pequeños se acercaron cada vez más. Gemí y me tapé con las mantas.

Necesitaba un pequeño descanso. Quería volver a dormir.

-¡R! ¡Ken! –Gritó alguien, seguramente Antonio, y, acto seguido, dos pesos cayeron con fuerza sobre mi colchón-. Anoche llegasteis tarde…

-Era una fiesta, Antonio –le explicó Ken, con una sonrisa-. Normalmente en las fiestas uno se acuesta tarde, si llega a hacerlo, claro.

Ben soltó una risita.

-Papá está muy enfadado, R –canturreó Antonio, metiendo la cabeza debajo de la manta y acercándose a mi oreja-. Nos ha obligado a subir para deciros que tenéis que bajar de inmediato a desayunar; también ha dicho que él no mantiene gandules.

Casi pude ver cómo se miraban entre ellos y se reían en silencio. Mi padre era bastante estricto y no toleraba ninguna falta de disciplina; ni siquiera cuando estabas con una resaca tan grande como el ayuntamiento. Para mi padre, todo esto –el dolor de cabeza, el estómago revuelto y todo el pack- era una pérdida de tiempo y no era nada provechoso. Seguramente me obligaría a acompañarlo al Edificio Central para ver su funcionamiento –por millonésima vez en mi corta e insulsa vida, según él- e intentar incitarme a que decidiera a trabajar en ello. Sin embargo, mis planes eran muy distintos. La política no me atraía en absoluto, era aburrida y había demasiados tejemanejes en las sombras. Además, era un trabajo peligroso. Sobre todo cuando tienes a toda la mafia de tu rival intentando enviarte bajo tierra.

Me destapé por completo. Sabía que a mi padre le gustaba la puntualidad, y algo me decía que nosotros íbamos con algunos minutos de retraso. Ken aún iba con la ropa de ayer, algo arrugada de dormir con ella, pero parecía haber dormido de un tirón. En mi caso, por el contrario, al llegar a mi habitación, me había ido quitando prendas y me había dejado caer sobre la cama. No me había dignado siquiera en poner el despertador. Mi padre estaría trinando en aquellos momentos, aguardando a que bajáramos a desayunar para hablar de temas aburridos e insulsos. Ah, y su habitual y diaria ronda de insultos y comentarios mordaces ante mi persona.

Cuando bajamos al salón, Petra y el resto del servicio estaban en mitad de servir el desayuno. Ben y Antonio echaron a correr hacia sus respectivos asientos, mientras mi madre nos echaba una rápida mirada y volvía a centrar su atención en su desayuno. Mi padre, por el contrario, bajó el periódico y nos fulminó con la mirada. Más exactamente, me fulminó con la mirada. Aquellas muestras de su cariño tan “especial” me demostraban que no era santo de su devoción.

Ken me dirigió una mirada que me decía «Cálmate, ya sabes cómo es» y yo me encogí de hombros. Nos sentamos en nuestros asientos y Petra acudió rápidamente a servirnos el desayuno; se quedó paralizada, todos lo hicimos, cuando mi padre alzó la mano. Era un hombre de pocas palabras.

-Petra, mi hijo hoy no desayunará –ordenó y ella me dirigió una mirada apenada. Me sentía como un crío de ocho años al que hubieran castigado sin desayuno; era humillante-. Gracias.

Me quedé clavado en mi asiento, mientras mi madre mantenía los labios fruncidos y mis hermanos me miraban con pena. Sin embargo, la mirada de mi padre es inflexible. Disfrutaba con ello. Y yo disfrutaba cada vez que The Star, la revista de cotilleos más importante de la ciudad, sacaba algún artículo sobre mí. Era nuestra forma de desafiarnos mutuamente y a nuestra manera.

Además, era algo personal.

-Agradezco tu interés por ayudarme con la dieta, papá –dije, mientras movía de un lado a otro el tenedor.

Ken se atragantó con su desayuno y tuvo que beberse de un trago su zumo, mientras se secaba a toda prisa con su servilleta. Mi madre me dedicó una de sus miradas de «Como sigas así vas a conseguir que todo esto empeore. Compórtate, por favor. Eres un adulto». Mis hermanos menores se miraron entre ellos, con una sonrisa cómplice. Y mi padre… bueno, mi padre siguió con ese gesto que tanto me sacaba de quicio: ese que parecía que estabas delante de algo desagradable, como una mancha de mierda en la alfombra que nadie es capaz de quitar y su bonita presencia y olor está presente y cada vez con más fuerza. Para él, yo era como un molesto grano en su bonito y trajeado culo.

-Espero que el presidente Weiss se deshaga en halagos cuando me encuentre con él –nos avisó, aunque seguramente la amenaza iba dirigida específicamente a mí.

-No me pegué con nadie, si es eso lo que tanto te preocupa –le aseguré, sonriendo irónicamente-. Nadie me toco lo suficiente los huevos como para dejarlo casi en coma. Y es una pena…

El puño de mi padre se estrelló contra la mesa, haciendo que todo lo que estuviera encima de ella temblara. Todo se sumió en un tenso silencio y vi que mi madre me dirigía una mirada de súplica. Odiaba los continuos enfrentamientos que tenía con mi padre, pero yo no tenía la culpa de que fuera un gilipollas integral que debía haberse comprado un perro en vez de tener un hijo como yo. Él buscaba la perfección, yo quería ser quien era, con mis errores. No quería parecer una máquina. Quería tener mis propios errores y aprender de ellos.

-¡No toleraré que ningún hijo mío emplee semejante lenguaje en esta casa! –estalló-. Desde niño te hemos dado lo mejor, te hemos enviado a los mejores colegios, te hemos consentido tus caros caprichos y tú… tú nos lo pagas así: con continuos rumores que ponen a la familia en duda porque eres… eres un…

-¿Soy qué? –Le invité a que continuara, inclinándome hacia él-. Vamos, despáchate a gusto. Suéltalo todo.

-¡¡¡Eres un desagradecido!!! –me gritó y su voz retumbó en toda la sala. Petra y el servicio se habían retirado discretamente, aunque estaba seguro de que las voces se oían incluso desde la cocina. Quizá todo Bronx se enterase que la familia Beckendorf no era tan perfecta como pretendíamos serlo en los actos a los que acudíamos-. Tu madre y yo nos hemos desvivido por convertirte en un hombre de provecho y lo único que haces para agradecérnoslo es llevarte a la cama a chicas cualquiera, drogarte, hacer carreras ilegales con coches, terminar las noches dándote palizas con otros chicos y emborrachándote. ¿Qué pretendes? ¿ES QUE QUIERES HUNDIRNOS A TODOS CONTIGO? Pues no lo consentiré. No en mi propia casa. No mi propio hijo.

»Aunque me cueste la vida, conseguiré convertirte en un hombre de provecho. Un auténtico líder. Alguien en quien la gente confíe, delegue su poder. Y empezaré por tu matrimonio. Ya no podemos seguir atrasándolo por más tiempo.

El efecto de sus palabras fue inmediato: todos se quedaron boquiabiertos y mi boca sufrió un tic, como si hubiera entrado algo maloliente en la habitación. Sabía que me había ganado a pulso aquello con mis actos, pero no creía que mi padre llegara tan lejos.

Desde pequeño había sabido que mis padres serían quien elegirían a mi esposa, que no podían permitirse que el linaje de los Beckendorf se viera manchado por mis malas elecciones. No iban a permitir que hundiera el apellido y a la familia aunque fuera por amor. Allí ni siquiera se nos estaba permitido amar libremente. Todo estaba perfectamente organizado para ayudar a sobrevivir y perpetuar el apellido.

Lo fulminé con la mirada, pero él se mantuvo impertérrito. Sabía que me había dado en un punto débil. En uno en el que no había conseguido aún crear las barrera suficientes como para que no me doliera.

-Charles… -intervino mi madre, llevándose una mano al corazón. Ella había sido la que me había conseguido posponerlo todo aquel tiempo. Hasta ahora. Ni siquiera mi madre iba a conseguir en esta ocasión salvarme el cuello.

Ya podía ir despidiéndome de mi preciada soltería y de mi vida. Mi padre lo había conseguido, había ganado la batalla que tanto tiempo habíamos tenido. No tenía más remedio que acatar sus órdenes de ahora en adelante. Debía volverme dócil ante su mano de hierro.

-Charles, por favor, recapacita –le suplicó mi madre. Sin tan siquiera mirarme. Estaba haciendo un gran esfuerzo por mí, lo sabía. Y también sabía las posibles consecuencias que podría tener.

Oí que Ken tragaba saliva a mi lado y que se había puesto rígido. Había vivido casi toda su vida con nosotros tras perder a su familia en un atentado y conocía lo suficiente a mi padre para saber hasta donde era capaz de llegar. Sin embargo, mi padre jamás había llegado a tocarles ni un pelo ni a Ken ni a Ben; yo, por el contrario, sí que había sido muy afortunado de probar su mano dura. Antonio, al ser el pequeño y una bendición tras el aborto de mi madre, había sido siempre el preferido de mi padre. Lo consideraba como un pequeño milagro.

-Pomona –suspiró mi padre y vi que flaqueaba su voluntad. A pesar de todas las crueldades a las que nos había sometido, amaba a mi madre. Pero su amor era demasiado posesivo. No entendía por qué mi madre seguía aguantándole, ni siquiera estaba seguro de que le quisiera-. Pomona, por favor, ya no podemos seguir con esto por mucho más tiempo. El Cónsul Clermont se aprovecha de todo lo que este desgraciado que es hijo mío hace para intentar ganar puntos a favor frente al presidente. Y tú sufres cada vez que lo ves aparecer tras haberse metido en alguna reyerta. Temes que algún día encuentren su cuerpo tirado en cualquier lugar, como si fuera basura.

»No podemos seguir más con esta situación. Es insana para todos nosotros. Él –para enfatizar la palabra me señaló con el dedo sin mirarme- va a ser nuestra perdición; debe aprender que, en esta ciudad, tenemos que tener cuidado con cada uno de nuestros movimientos. Y si para ello tengo que obligarlo a la fuerza, lo haré. Ten seguro que lo haré, pero no permitiré que por este crío desagradecido nos vayamos todos a pique.

La paciencia se me agotó. Estaba bien que soltara todo lo que le quemaba en la garganta sobre mí, pero el hablar fingiendo que no estaba allí delante, con ellos, fue lo que colmó el vaso. Me puse en pie con tan furia que tiré la silla, pero no me importó. Ken y los chicos habían desaparecido silenciosamente, dejándome a solas con mis padres, como siempre que había una trifulca como aquélla.

Mi madre me imploró con la mirada que me pensara lo que iba a decir y que, por el bien de todos, me callara y no dijera nada. Pero estaba cansado. El hecho de que mi padre, mi propio padre, me considerara como un desecho humano me quemaba y sus palabras se reproducían una y otra vez en mi cabeza, sin darme cuartel siquiera. La resaca parecía haber desaparecido, pero un nuevo calor ascendía por todo mi cuerpo, sustituyendo la jaqueca.

Mi padre, por el contrario, me observó con furia y tenía la ligera sensación de que estaba conteniendo las ganas de agarrarme por el cuello y darme un par de puñetazos. La misma sensación que tenía de hacerle yo lo mismo.

-¡Si soy un problema para la familia, me iré! –grité, dando un golpe a la mesa-. Si tantas ganas tienes de perderme de vista, lo haré. Me iré al apartamento que tenemos en el centro y te evitaré tantas molestias. ¡Lamento no ser la criatura perfecta que hubieras deseado tener de hijo, pero soy humano! Y estoy cansado de tu tiranía…

-¡Tú no pondrás un pie fuera de esta casa, malcriado! –bramó-. Te quedarás aquí hasta que terminemos con este asunto del matrimonio y, cuando te cases, te mudarás con tu esposa a uno de los apartamentos que te asignemos. Y puedes irte olvidando de tus juergas, estoy cansado de verte en los estados tan lamentables en los que te he encontrado. ¿Me has entendido? –al ver que no respondía se acercó a mí y me cogió por la parte de atrás del cuello. Mi madre ahogó un grito y se nos acercó, con los ojos húmedos-. He dicho si me has entendido –repitió.

Me mantuve firme y le dirigí una mirada de puro odio. Mi madre contenía la respiración y vi que una lágrima resbalaba por su mejilla. Su salud estaba empeorando y aquello no hacía más que perjudicarla. Estaba al tanto de sus visitas al doctor Saunders y de sus cargamentos de pastillas que tenía escondidos en distintos lugares de su habitación.

Lo peor de todo aquello es que uno de los motivos de su enfermedad era yo. Y me dolía en lo más profundo de mi ser. Era un ser despreciable. Cada vez me parecía más a mi padre y por eso me odiaba. Pero no iba a permitir que mi padre se saliera con la suya.

Sin embargo, tendría que esperar pacientemente y convertirme en un chico obediente.

Me puse más tieso y miré al frente, tal como me había enseñado mi padre cuando era pequeño.

-Sí, padre –respondí con rotundidad.

Salí del comedor después de ello. Mientras cerraba la puerta, pude oír los sollozos ahogados de mi madre y las palabras de consuelo de mi padre. También oí las maldiciones e improperios que tenían mi nombre.

Apreté con fuerza el picaporte y empecé a subir las escaleras de tres en tres. Nadie me esperaba en el pasillo y la puerta de la habitación de mis hermanos pequeños estaba cerrada. La de Ken, por el contrario, estaba entreabierta y supe que la había dejado así para que pudiera entrar cuando hubiera terminado.

La cerré tras de mí y vi que mi primo me esperaba tumbado en la cama, ojeando un libro que había leído un centenar de veces y que, estaba seguro, era capaz de repetir con un acierto increíble. Nada más ver mi gesto, dejó el libro sobre la mesita de noche y se incorporó, mirándome fijamente. Estaba evaluando mi humor, una inquietante manía que tenía siempre que salía de cualquier discusión.

Soltó un suspiro. Él era el único con el que podía hablar libremente y contarle todo lo que se me pasaba por la cabeza. Era la única persona que me conocía realmente como era y me aceptaba. A pesar de mis continuas meteduras de pata.

-Tienes que dejar de enfrentarte así a tu padre –me aconsejó-. Algún día vas a acabar mal, R. Muy mal.

Me senté en una esquina de su cama y me crucé de brazos. Ken comenzó a rascarse la barba incipiente que le cubría parte del rostro y que era de un tono más claro que su color de pelo. Siempre me había llamado la atención ese pequeño detalle. Y el hecho de que mi padre le consintiera llevarla. A mí casi se me obligaba a afeitarme; incluso vivía con el miedo de que, si me negaba, mi padre ordenara a alguno de sus secuaces que me afeitara.

Negué con la cabeza.

-No puede seguir tratándome como si fuera un niño pequeño, Ken –le dije-. Tengo diecinueve años, tengo edad suficiente para hacer lo que crea conveniente con mi vida…

-¿Crees que el estilo de vida que llevas actualmente es saludable? –inquirió mi primo, sin mirarme a los ojos-. Yo creo que no, R. Y tu padre lleva razón en eso: estás destrozando a tu madre cada vez que te ve cuando te estoy curando después de haberte metido en alguna pelea. Es muy duro para ellos tener que ver cómo te vas hundiendo poco a poco, R. Y más aún sabiendo que no han hecho lo suficiente para salvarte únicamente porque tú no has querido.

Resoplé. Ken también tenía la molesta manía de ponerse demasiado “adulto” y sermonearme sobre si estaba haciendo o no las cosas bien; era incapaz de ver que la forma de mi padre de dirigir la familia me asfixiaba. Necesitaba despejarme y por eso me gustaba salir y hacer lo que hacía; me ayudaba a sentirme humano. A sentirme como si fuera otro chico cualquiera, aunque la sociedad se empeñara en recordarme quién era y quién era mi padre. Era un continuo recordatorio que me marcaba y quemaba.

Ni siquiera el dolor de los tatuajes podía compararse con el ser señalado como «el hijo del cónsul Beckendorf». Era algo que me molestaba profundamente. Era como si jamás pudiera escapar de mi padre y mi apellido. Como si estuviera atrapado para siempre.

Me sentía como si fuera una de las marionetas de mi padre, siempre moviendo sus hilos y haciendo que todo el mundo se moviera a su son. Era despreciable.

-Tú, mejor que nadie, sabes lo que pienso sobre todo esto –le recordé, con dureza.

Los ojos de Ken se clavaron en los míos. Desde que llegó a esta casa, a nuestra familia, le costó abrirse con nosotros; era un crío tímido y asustadizo que se escondía en su nueva habitación y observaba todo con los ojos abiertos de miedo. Su hermano, al ser un bebé, se acostumbró a nuestra presencia con mucha más rapidez que Ken, además, Antonio y Ben se llevaron bien desde que se conocieron. Sin embargo, a mí me costó lo mío acercarme al tímido de mi primo.

Habíamos coincidido antes de que sucediera la tragedia un par de veces, en algunas de las reuniones familiares que mi madre había insistido en ir ante la tozudez de mi padre. Tenía que reconocer que no me gustó al principio saber que esos dos chicos que eran nuestros primos iban a vivir ahora con nosotros. Con el paso del tiempo, incluso me alegré de ello.

-Y tú, R, sabes que no me gusta que discutas con tus padres –repuso-. Ellos hacen lo que creen más conveniente…

-¿Obligándome a casarme con una chica a la que, seguramente, se case conmigo por interés? –Rebatí, apretando los dientes-. Todo esto es un negocio. Incluso he llegado a pensar que mi padre querría que me casara con el hijo del presidente. A él le importa una mierda lo que piense o lo que quiera.

-Quizá sea porque tú tampoco se lo has puesto fácil –inquirió Ken, no queriendo dar su brazo a torcer-. Nunca has estado lo suficientemente sobrio como para hablar en serio con él; si le explicaras tu situación…

-¿Qué situación? –pregunté, sintiendo que, cada vez, mi enfado iba a mayor. Y no quería que eso sucediera, no era justo para Ken.

Él hizo aspavientos con las manos, como si no supiera cómo expresar en palabras lo que pensaba. Era extraño, ya que a Ken se le daban mejor las palabras que a mí: él era capaz de encantar a una chica únicamente hablando, incluso conseguía largas y profundas charlas que parecían interesarle más que estar metiéndole mano. Mientras yo buscaba contacto físico, él lo único que buscaba era una buena chica con la que mantener una larga y tendida conversación.

-¡Que no puedes casarte con una mujer cualquiera! –respondió, después de unos segundos debatiéndose interiormente-. Dile que… que intentarás encontrar a una chica. Que sentarás la cabeza. Pero no puedes continuar de esta forma.

Al escuchar sus palabras me vino a la mente la chica rubia de la fiesta de Weiss. Era cierto que no habíamos hablado mucho pero, al frenarnos a ambos antes de llegar más lejos, no me había importado. Normalmente le habría gritado alguna cosa obscena y me hubiera marchado de ahí hecho una furia, pero con ella había sido diferente.

Recordé vagamente a su amiga y en cómo la había llamado. «Vi», había dicho ella. Pero ¿de qué? Era una pista vaga, pero aquella misteriosa chica había conseguido llamar mi atención. ¿Se llamaría Violeta? ¿Quizá Viviana?

Tenía que encontrarla.

-¿Y qué me propones? –le espeté.

Ken me dirigió una mirada de cómo si estuviera ante el tío más idiota del mundo.

-Podrías, no sé, quedar con… ¿cómo se llamaba? Elsa –me propuso, con un brillo esperanzado en sus ojos azules-. Has salido con ella un par de veces, ¿verdad?

No pude evitar poner los ojos en blanco. Elsa era una de las personas con más ego, a parte de mí; la había conocido por casualidad en una de las discotecas a las que habíamos decidido ir una noche Ken y yo. Recordaba con claridad lo que llevaba puesto aquella noche: un sugerente vestido plateado y su pelo moreno lo llevaba recogido en una coleta. En cuanto me miró, supe que no me libraría con ella fácilmente. Conseguí tirármela en los baños y ella me dio su teléfono.

Después de ello había conseguido un par de salidas más conmigo, pero siempre habíamos acabado en su cama. Había oído por la ciudad que disfrutaba pavonearse diciendo que teníamos algún tipo de relación extraña cuando, en realidad, entre nosotros no había nada. Simplemente acudía a ella cuando necesitaba desquitarme con alguien y ella me esperaba impaciente en su cama, dispuesta a complacerme.

-Sabes perfectamente que lo mío con Elsa es pura necesidad física –le recordé-. Además, tiene tanto ego que me eclipsaría. Ella siempre quiere ser el centro de atención. No podría aguantar tener que compartir el resto de mi vida con una persona como ella.

-Podrías intentarlo al menos –me animó Ken, completamente desesperado-. Seguramente no sea tan mala chica y a papá le gustará saber que has empezado a cambiar.

No me podía creer que él, mi compañero de juegas, mi confesor y mejor amigo estuviera diciéndome todo aquello. Era como… como si no recordara que había sido él el que me había animado, tantos años atrás, a que saliéramos tras tener una terrible bronca con mi padre que había terminado con mi mejilla completamente colorada. Recordaba vagamente por qué había sido la discusión: le había dicho que no quería estudiar política, que mi sueño siempre había sido las carreras de coches. Mi padre se había puesto hecho una furia y me había increpado que él no iba a tolerar que, por un capricho de un niño, se rompiera la tradición familiar: los Beckendorf siempre se habían dedicado a política y se habían labrado una reputación. No iba a permitirme hacer lo que yo quisiera, tenía que seguir sus normas.

Al final, habíamos decidido salir de fiesta para evitar un berrinche por mi parte. Aquella fue la primera vez que me emborraché y en la que terminé en uno de los baños de la discoteca con una tía que se creía que tenía dieciocho años.

Me pasé varias veces las manos por el pelo. ¿Podría fingir que me interesaba una chica para contentar a mi padre? Eso significaría que me rendía y que acataba sus normas. Eso significaba que todo lo que había hecho no había servido para nada.

-Es demasiado para mí, Ken –confesé, en voz baja.

Al final, terminé por encerrarme mi habitación y me puse a trastear con el ordenador que había conseguido comprarme a pesar de las advertencias de mi padre; él me daba un bonito cheque con una cantidad y yo decidía en qué gastármelo. Era su forma de mantenerme contento y que yo me quedara en aquella casa porque me convenía seguir recibiendo esa cantidad de dinero. Era lo que llamábamos en aquella casa «asignaciones mensuales». Mis hermanos y mi madre también tenían las suyas. La diferencia es que ellos sabían administrárselas, yo no.

A mí me encantaba gastarme la pasta en caprichos, con la esperanza de que mi padre dijera algo, aunque siempre se limitaba a mirarme con los ojos entrecerrados mientras me tendía mi cheque. A veces, incluso pensaba que nos daba todo aquel dinero a modo de soborno para que siguiéramos fingiendo que éramos una familia perfecta y sin problemas.

Empecé a navegar por internet con intención de despejarme, pero la imagen de la chica rubia había decidido quedarse en mi cabeza. Recordaba la mirada asustada que me había dirigido cuando había dejado mi mano en su muslo y cómo se había apresurado a llamar a su amiga para que la sacara de aquel apuro. Había sido la primera después de mucho tiempo que no había conseguido llevármela a la cama. Y, pese a ello, no estaba enfadado. Sentía curiosidad por saber quién era. Incluso recordaba su insistencia en saber cómo me llamaba. Quizá sí que debería haberme presentado…

Decidí empezar con la búsqueda de la misteriosa chica, pero la pista de su supuesto nombre («Vi») no era de mucha ayuda. Comencé a consultar los perfiles de mis amigos para ver si había alguien que la conociera y pudiera darme más datos. Sabía que parecía un poco obsesivo, pero necesitaba saber más de ella.

Tras una profunda y exhaustiva búsqueda apagué el ordenador más enfadado que antes. No había conseguido ningún resultado.

Me apoyé en la silla y me pasé las manos por la nuca. Fijé la vista en el techo y me pregunté si aquella chica se acordaría siquiera de mí. Era un experto en beber y ahora necesitaba mucho más alcohol para emborracharme; ella, por el contrario, no había tardado mucho en caer en las garras del alcohol. Quizá al levantarse aquella misma mañana, resacosa, ni siquiera me recordara.

El problema es que yo no podía olvidarla. ¿Qué me estaba pasando?

Alguien llamó una vez a mi puerta y, acto seguido, se abrió de golpe. Ken entró como un auténtico tornado hacia mí y me observó completamente pálido. Aquello no significaba nada bueno. Me aparté del escritorio y esperé pacientemente a que me dijera qué había sucedido.

Ken tragó saliva y me miró fijamente.

-R… tenemos un problema –fue lo único que dijo y me pregunté a qué tipo de problema se refería.

Me crucé de brazos, frunciendo el ceño.

-¿Qué es lo que sucede? –pregunté-. ¿He dejado a alguien embarazada? ¿Mi padre ha decidido mandarme lejos de aquí? ¿Tengo que fugarme porque un grupo de fans enloquecidas ha jurado secuestrarme?

Ken negó con la cabeza y me apartó de un empujón. Cogió mi ordenador y comenzó a teclear frenéticamente; intenté ver a qué venía todo eso, pero su espalda me obstaculizaba la visión. Recordé la broma que había hecho sobre embarazos y no me hizo gracia alguna. Pero, de haber sido aquello, Ken me lo habría dicho y no estaría haciendo a saber qué con mi ordenador.

Incluso oía su respiración entrecortada.

-¿Recuerdas a la chica de ayer? –me preguntó, sin darse la vuelta-. La chica rubia mona a la que no le quitaste la vista de encima hasta que se acercó –me detalló, pero yo ya sabía a quién se refería: a mi chica misteriosa. A Vi.

Mi corazón empezó a aumentar sus latidos y sentí que se me secaba la boca. ¿Qué me estaba sucediendo? Solamente era una chica más, una chica que se había resistido a mis encantos y que había salido huyendo cuando había intentado que se acostara conmigo. Sin embargo, necesitaba saber qué tenía que decirme sobre ella. Ahora mismo lo necesitaba.

Procuré que no se diera cuenta de que me había puesto nervioso o sino empezaría a hacer bromas sobre ello. Carraspeé y puse una voz de completa indiferencia aunque en mi interior había estallado una guerra.

-Por supuesto que sí –respondí, como si me hubiera ofendido la pregunta-. Se marchó porque se puso enferma. ¿Qué pasa con ella?

Ahora sí que Ken se apartó de la pantalla y me mostró un artículo de la versión digital de la revista The Star; en ella se podía ver una foto ampliada de mi chica misteriosa. Iba cogida del brazo de su amiga y sonreía amablemente a la cámara, su amiga también sonreía, pero no tenía la misma elegancia natural que mi chica misteriosa. Ken tenía el ceño fruncido y esperaba que realizara la pregunta del millón.

Yo enarqué las cejas, invitándole a que continuara. Él simplemente señaló una frase que había debajo de la fotografía. Una leyenda.

«Genevieve Clermont, hija del cónsul, junto a su mejor amiga Bonnie Harrell, hija del miembro del Senado Frank Harrell».

Lo leí lentamente. Una y otra vez, esperando que la letra cambiara y que la frase dijera otra cosa distinta.

No era posible. Aquello tenía que ser una completa equivocación. Desde niño me habían inculcado que debía odiar a los Clermont, que ellos habían sido los culpables de la muerte de los padres de Ken. Y, sin embargo, no había perdido el tiempo con la hija del cónsul. Tragué saliva y miré a Ken, que me estaba observando, pálido.

Para él debía haber sido más duro aún el descubrir que aquella chica era la hija del hombre que había ordenado la muerte de sus padres. Podía sentir su odio latiendo en la vena que tenía en el cuello.

Le había fallado. Y no solamente a él, sino a toda mi familia.

Si mi padre llegara a enterarse, iba a ponerse hecho una furia. Aquello se había sobrepasado a todo lo que había hecho anteriormente. Aquello lo tacharía de traición. Entonces sí que podía olvidarme de mi libertad. Estaba seguro de que iba a preparar mi matrimonio para la semana siguiente.

Me acerqué a mi primo y él se quedó quieto, con la mirada clavada en la pantalla. Miré por décima vez la foto y quise que el suelo se abriera y me tragara.

-Él no puede enterarse –le avisé-. Si lo hiciera…

-Sí, ya sé lo que sucedería –me cortó Ken, con dureza-. Pero… esto es… Pudo haberos visto cualquiera. Podrían decírselo a la prensa… ¡pudieron haberos hecho fotos! Y, entonces, no habrá nada que hacer.

-No creo que nos viera nadie –le aseguré, aunque no estaba muy seguro. Estaba tan centrado en ella que no me habría dado cuenta de si nos hubieran hecho alguna foto o vídeo-. Además, estaba oscuro.

Ken puso los ojos en blanco.

-R, la tecnología de hoy en día permite hacer fotos y vídeos con calidad aunque esté oscuro –me dijo, como si yo fuera un niño pequeño-. Eso no sirve.

-Por Dios, ¿quién iba a dedicarse a hacernos fotos si todo el mundo estaba pendiente de la fiesta?

-¡Cualquier paparazzi, estúpido! –me gritó-. Eres la comidilla de todo Bronx, es normal que te persigan. Estoy seguro que alguno consiguió colarse en la fiesta…

-Deja de ponerte paranoico, por favor –le pedí mientras me frotaba con insistencia la frente-. Estoy intentando pensar.

-R, ¿qué sucedió anoche? –me preguntó, muy serio. Demasiado-. Y, por favor, necesito que me digas la verdad. Toda.

Me removí en mi silla y Ken puso un pie, deteniéndome en seco. Estaba enfadado, muy enfadado.

-Si estás insinuando que me acosté con ella, te estás equivocando –le dije-. No quiso llegar más lejos, ¿vale? Hablamos, nos enrollamos y, a la hora de la verdad, fingió ponerse enferma para llamar a su amiga y salir huyendo. ¿Contento?

-¿Sabes lo que podría suceder si decidiera hablar? ¿Sabes en qué lío te meterías con papá? Ni siquiera mamá podría salvarte. Y demos gracias que no llegasteis más lejos… ¿eres capaz de imaginarte lo que podría suceder de no haber tomado las precauciones necesarias…?

-Siempre uso condón –dije, como si me estuviera tomando la lección y yo fuera un niño pequeño. Casi siempre era la misma cantinela. Pensaban que era un descerebrado, pero estaba lo suficientemente cuerdo para no ir dejando embarazadas a las chicas y teniendo hijos a mi edad.

Era escalofriante. Miles de pequeños Rs como yo pululando por la ciudad mientras yo tenía que hacer frente a mi reclusión en casa como si fuera una prisión mientras mi padre hacía lo imposible por intentar que la noticia no corriera como la pólvora.

Ken me fulminó con la mirada, pero esbozó una media sonrisa. A pesar de actuar a veces como un padre, sabía que eso no duraba siempre; al final acababa cediendo y se olvidaba por completo de actuar como un adulto.

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