Alter Ego

By DanielBMendez

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Una brújula y un cuchillo. Eso es todo lo que una ladrona tiene para sobrevivir en una ciudad en la que los m... More

1. Una brújula y un cuchillo
2. Ayuda
3. Sin arreglo [1/2]
3. Sin arreglo [2/2]
4. Nombres [1/2]
4. Nombres [2/2]
5. Amigos en el infierno [1/3]
5. Amigos en el infierno [2/3]
5. Amigos en el infierno [3/3]
7. Nadie [1/2]
7. Nadie [2/2]
8. El fin de la normalidad [1/3]
8. El fin de la normalidad [2/3]
8. El fin de la normalidad [3/3]
9. Amigos
10. No hay tregua [1/2]
10. No hay tregua [2/2]
11. La misión [1/2]
11. La misión [2/2]
12. Dualidad
13. Lugares peligrosos [1/2]
13. Lugares peligrosos [2/2]
14. Control
15. Vacío [1/3]
15. Vacío [2/3]
15. Vacío [3/3]
16. Habilidades necesarias [1/3]
16. Habilidades necesarias [2/3]
16. Habilidades necesarias [3/3]
17. Futuro [1/2]
17. Futuro [2/2]
18. Discordia [1/2]
18. Discordia [2/2]
19. Un lugar hostil [1/2]
19. Un lugar hostil [2/2]
20. Todo a punto [1/2]
20. Todo a punto [2/2]
21. Lo peor que podría pasar [1/2]
21. Lo peor que podría pasar [2/2]
22. Miedo
23. Tortura [1/2]
23. Tortura [2/2]
24. El Centro
25. La Mecha [1/6]
25. La Mecha [2/6]
25. La Mecha [3/6]
25. La Mecha [4/6]
25. La Mecha [5/6]
25. La Mecha [6/6]
26. La Bomba [1/3]
26. La Bomba [2/3]
26. La Bomba [3/3]
27. Confusión [1/2]
27. Confusión [2/2]
28. Hablar
29. La verdad [1/2]
29. La verdad [2/2]
30. Cerrar círculos [1/3]
20. Cerrar círculos [2/3]
30. Cerrar círculos [3/3]
31. Dejarlo todo atrás [1/4]
31. Dejarlo todo atrás [2/4]
31. Dejarlo todo atrás [3/4]
31. Dejarlo todo atrás [4/4]
32. Una larga historia [1/2]
32. Una larga historia [2/2]

6. Encerrada

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By DanielBMendez

Al volver a la calle principal de Helix, sólo puedo pensar una cosa: ¿qué me he perdido?

Ya antes de llegar a ella se advertía un ligero cambio en el ambiente. En un principio lo asocio a un aumento en la humedad del aire, pensando que debe de estar lloviendo arriba, pero pronto me doy cuenta de que, en realidad, algo ha disminuido: el ruido.

Al entrar en la calle principal, veo a una muchedumbre congregada. Algo que sería perfectamente normal si no fuera porque están completamente quietos, todos mirando al mismo lugar.

Sigo la mirada de la gente hasta el palco de la residencia hélica, lo más parecido a un edificio administrativo aquí abajo. Allí se encuentran apostados media decena de soldados hélicos, envueltos de pies a cabeza en sus armaduras de ferroquitina de los colores de la casa: negro y púrpura. Al igual que los que nos recibieron a Lisa y a mí en la entrada, llevan una hache plateada en el pecho, solo que en este caso sobre una placa de aleación bio-metálica.

Desde luego, no escatiman en gastos para dar una buena impresión.

Me aproximo a los límites de la multitud, procurando no verme rodeada de gente. Todos en ella parecen expectantes, inquietos, a la espera de un acontecimiento. Hasta aquellos más perjudicados por las sustancias ingeridas parecen haber disipado la niebla de sus ojos para estar más atentos.

Atentos a lo que sea que esté a punto de asomarse por ese palco.

Da la casualidad de que me detengo cerca de la Calle 13, y al mirar atrás me encuentro con el crío que nos abrió la puerta del Colors. Su rostro es inexpresivo, y en cuanto me ve fija los ojos en mí. Miro alrededor, preguntándome si Bibi estará cerca. Sin saber qué más hacer, me acerco a él.

—¿Qué les pasa?—le pregunto, señalando a la multitud—. ¿A qué están esperando?

El niño, sin pronunciar una sola palabra ni modificar su expresión lo más mínimo, saca una tableta de su bolsillo y me la muestra, con una frase ya escrita: «Han cerrado Helix».

Miro a la tableta, al niño, luego a la multitud, y finalmente al niño de vuelta. La pregunta que ya me hacía antes se repite ahora con el doble de intensidad. ¿Qué cojones ha pasado aquí? Casi no deja lugar a preguntarme cómo sabía el niño qué iba a preguntar.

Detrás de mí, pues digo mirando de frente al chico, el murmullo generalizado desaparece poco a poco, al tiempo que las puertas del palco se abren y alguien las cruza. Un hombre, joven, con pelo negro liso peinado como si tratara de ocultar algo en su frente. Vestido con camisa y vaqueros negros, parece no haber superado del todo la pubertad. Sin embargo, el detalle que más destaca de él son sus gafas. De montura cuadrada negra, sus cristales brillan doblemente: por una parte está el reflejo de la ciudad y por otra la luz azulada que indica que son más que unas simples gafas.

Y, a pesar de todo esto, es de lo menos extravagante que he visto por aquí abajo.

Apenas mira a la gente, sino que mantiene su cabeza gacha. Podría parecer vergüenza, pero corrige su postura en cuanto apaga la luz de sus gafas con un botón en la montura. No tenía vergüenza, simplemente no le importa la gente. Mira desde arriba, aburrido, y con un ademán apaga los pocos murmullos residuales entre la multitud.

—Estimados ciudadanos de nuestra oscura comunidad—empieza, con un tono exageradamente burocrático—, lamento informaros de que, debido a un pequeño percance sucedido en nuestras calles, nos hemos visto obligados a cerrar nuestras puertas hasta nuevo aviso. Hasta entonces, por favor disfruten con plena normalidad. Les ruego disculpen las molestias. Muchas gracias.

En el fondo de mi memoria, resuena una frase de mi padre: «un no tan bonito que parece un sí».

Pero no en todos ha surtido efecto.

—¡Nos habéis encerrado!—grita el borracho de turno. O, al menos, espero que esté borracho—. ¿Cómo cojones quieres normalidad?

El chico de las gafas le busca entre la masa, sin acertar realmente. En ella se empiezan a alzar algunos murmullos, peligrosamente lúcidos.

—Calma, señor. No hay motivos para entrar en pánico. Las puertas se abrirán en...

—¡Que os den!—grita el infeliz, con lo que el de las gafas le encuentra—. ¡A ti y a esa zorra que tenéis de jefa!

La sentencia está dictada tan pronto como el hélico fija la vista en el loco. Sus ojos no brillan con ninguna emoción, sino que absorben toda la luz, en un gesto tan intimidante que acalla por sí solo a la mayoría del público.

Sin necesidad de recibir una sola orden, una docena de soldados idénticos a los del palco salen de la residencia hélica. Bajan las escaleras que les separan de la multitud, la disuelven y rodean al desafortunado en menos tiempo de lo que se tarda en escribir mi nombre.

Logran llevarle hasta las escaleras antes de que la multitud reaccione, mientras el chico de las gafas vuelve a entrar en el edificio, seguido de su guardia, y del interior del edificio sale otro pelotón entero de soldados, dispuestos a devolver a la calle su movimiento habitual.

—¡Aquí estás!—escucho a mi espalda, por encima del ruido frente a mí. Cuando me giro hacia el callejón, me encuentro con Ponnie, caminando hacia nosotros con su coleta balanceándose tras ella. Bibi la sigue de cerca, y al verlas al lado me doy cuenta de la increíble diferencia de altura que hay entre ambas—. Ven, aquí no estamos seguras.

Se va por donde ha venido, sin esperar una respuesta, seguida de Bibi y de su pupilo. Me quedo aturdida durante un segundo, pero los golpes que empiezan a sonar a mi espalda me hacen reaccionar.

—¿Qué ha pasado?—pregunto a Ponnie, apresurándome a alcanzarla cuando ya están entrando en el Colors—. ¿Por qué habéis cerrado Helix?

No me responde hasta que llegamos a la sala de los espejos, en la que una de las paredes resulta ser una puerta que da a un ascensor. Entramos los cuatro en él y habla mientras la puerta se cierra.

—Toro ha desaparecido—dice, y comprendo al instante lo inaudito que es. ¿Cómo puede haber desaparecido el hombre más grande de aquí abajo?—. Creemos que sigue aquí abajo, pero no sabemos qué le ha podido pasar.

—¿Pudiste hablar con él?—pregunto, recordando a lo que había venido quizá en el momento más inoportuno.

El ascensor empieza a moverse, y Ponnie asiente.

—Me dijo que fuera a verle cuando acabara mi turno y me llevaría al chico al que robó el táser—explica mientras subimos—. Fui a buscarle, pero no estaba en ninguno de sus garitos habituales. Su familia tampoco sabía nada de él. Avisé a Hela y ella siguió el protocolo. Ahora controlamos la única salida.

El ascensor se detiene y las puertas se abren, mostrando ante nosotros un corredor angosto y oscuro en el que tanto las paredes como el suelo son rejillas de metal. La única luz proviene de la calle hélica principal, de la que nos llega también el alboroto de la multitud volviendo al movimiento habitual prácticamente a la fuerza.

Bibi es la primera en adentrarse en el pasillo, en el que sólo podemos caminar de uno en uno. Cuando se vuelve hacia mí para animarme a seguirla, veo que la exagerada alegría característica de su rostro ha desaparecido, reemplazado por una inteligencia fría y calculadora. Sumado a las sombras que crea la luz en ella, me doy cuenta de que no es ni de lejos una loca, sino un posible aliado muy valioso... al igual que un peligroso enemigo.

Ponnie es la segunda en empezar a cruzar, y yo voy tras ella. El niño se queda atrás, y cuando me vuelvo hacia él veo que está en el ascensor, con las puertas cerrándose ante él.

Mientras caminamos, miro abajo, a través de la rejilla, hacia la calle hélica principal, donde los soldados ya vuelven a sus posiciones originales, con el insurgente ya en el interior de la residencia hélica. Lejos de darme vértigo, me sorprende no haberme fijado en esto desde abajo, y me pregunto cuántos más escondites invisibles hay en esta ciudad.

—No soporto a ese Leo—dice Ponnie, y entiendo que se refiere al chico de las gafas. Habla de él con el fastidio propio de hablar de un hermano—. ¿De verdad hace falta ponerse tan melodramático?

Por un momento, me planteo señalar la extravagancia de Bibi, pero me limito a mirar a ambos lados, donde varios pasadizos similares a éste cruzan también la calle principal de la ciudad. La cruzan hacia la residencia hélica.

Hacia donde nos dirigimos nosotras.

Me detengo un segundo, replanteándome si debo seguir adelante, recordando por qué vine aquí y mi intención de involucrarme en más de lo necesario. Sin saber muy bien cómo me he metido en esto, me doy cuenta de que ya no hay marcha atrás. No si quiero recuperar el táser de Lisa y ocultarla de aquel chico rubio al que vi llevárselo.

Llegamos al otro lado de la calle, donde bajamos un par de escalones casi a oscuras para encontrarnos con la entrada a la residencia hélica, flanqueada por dos soldados más. En menos de diez minutos, he visto más de cincuenta miembros del ejército hélico. Y esos son sólo los que están a la vista.

En un principio, los soldados nos apuntan con sus fusiles magnéticos, pero los bajan tan pronto como identifican a Ponnie.

—Vamos a la superficie–dice la hélica, y los soldados pasan su vista de ella a mí, ignorando a Bibi por completo—. Viene conmigo. Abrid.

—A la orden, jefa—dice uno de los soldados, frunciendo el ceño sin apartar la vista de mí y abriendo la puerta que hay tras él.

Bibi, Ponnie y yo cruzamos la puerta, entrando a otro corredor, ahora de paredes marrones y suelo de terciopelo negro. Se extiende ante nosotras, con fluorescentes de un azul pálido en el techo cada pocos metros, casi a la misma distancia unos de otros que las puertas a nuestra izquierda. Más que el edificio administrativo de la ciudad subterránea, parece un hotel... o una cárcel.

La jefa hélica nos guía por el pasillo a Bibi y a mí, girando a la derecha más adelante y bajando un par de pisos de escaleras de mármol. Calculo que ahora nos encontramos en la planta en la que se encuentra el balcón desde el que Leo dio la noticia. el pasillo es igual que arriba, salvo que ahora, a la derecha, en lugar de las escaleras, hay una barandilla que nos impide caer a la planta baja del edificio, donde un montón de soldados más, completamente blindados, esperan órdenes, tan quietos que parecen autómatas.

No me da tiempo a observar más, pues Ponnie nos apremia para que caminemos rápido. Recuerdo que estoy en el nido del mayor ejército de la ciudad y no encuentro motivo alguno para llevarle la contraria a Ponnie. Cuanto antes salga de aquí, mejor.

Caminamos hasta el extremo opuesto del pasillo, sin encontrarnos con nadie más, salvo el par de soldados, esta vez dos chicas, que custodian el ascensor que se encuentra al final. Sólo ellas se interponen entre nosotras y las puertas al mundo real.

Ponnie da la orden, y las soldados llaman al ascensor, éstas sin dedicarme ni una mirada.

Mientras esperamos, una puerta se abre a mi derecha y dos soldados más la cruzan. De forma casi inconsciente, me quedo mirando el interior de la habitación de la que salen. Ahí dentro, atado a una silla, se encuentra el bocazas de antes. Una mujer de piel y cabello oscuros se acuclilla frente a él, tomando su mano y sacando un cuchillo.

La puerta se cierra antes de que pueda ver qué sucede, pero el grito de dolor que nos llega desde el otro lado no deja demasiado lugar a la imaginación.

Cuando vuelvo la mirada al frente, veo que el ascensor ya ha llegado, y tanto Ponnie como Bibi han entrado en él. La primera me mira gravemente, y me doy cuenta de que lo que acabo de ver debe quedarse ahí si no quiero ser yo la siguiente.

Subo al ascensor y las puertas se cierran a mi espalda. En el casi un minuto de subida, procuro no cruzar la mirada con ninguna de mis acompañantes. En mi mente solo hay espacio ahora mismo para reproducir lo que acabo de ver. Había oído rumores acerca de lo que la reina del infierno hacía a aquellos que la insultaban, pero nunca pensé que llegaría a verlo por mí misma... o a oírlo.

El transporte llega a la superficie, y soy la primera en salir a una azotea, de vuelta a la Ciudad Etérea. Cuando me doy la vuelta, me doy cuenta de que soy la única que lo hace. Bibi y Ponnie esperan dentro, sólo venían a acompañarme.

—Yo que tú, no volvería en un día o dos, hasta que se hayan calmado los ánimos—aconseja Ponnie. Sigue seria, pero su expresión se ha relajado un tanto.

A su lado Bibi sonríe. Por primera vez, es una sonrisa cálida, nada extravagante. Me doy cuenta de que, a la luz del amanecer, es incluso bella.

—No te preocupes por tu amiga—dice—. Cuidaremos de ella.

Ponnie asiente, más como despedida que como afirmación, y se dispone a pulsar el botón para bajar de nuevo a Helix. Antes de que lo haga, sin embargo, la detengo.

—Espera—digo, volviendo a hacerme la misma pregunta que llevo haciéndome en todo el tiempo que llevamos allí abajo—. Os habéis tomado muchas molestias para ayudarnos, y sin pedir nada a cambio. ¿Por qué?

Ponnie guarda silencio unos segundos, mirándome fijamente, dándose cuenta de que a mí no me valdrá la respuesta que le dio a Lisa.

—Hace tiempo, conocí a tu padre—dice, con cierto esfuerzo—. Él me ayudó. Mucho. Me pidió que te ayudara si algún día estabas tan loca como para bajar a Helix. Es mi forma de compensarlo.

Para cuando he empezado a procesar su respuesta, Ponnie ya ha pulsado el botón y las puertas se cierran entre nosotras. De nuevo, me quedo a solas.

Paso varios minutos en la azotea, tratando de dar explicación a una respuesta que solo ha generado más dudas. Obviamente, no logro explicarme lo más mínimo. ¿Qué relación tiene mi padre con Helix? ¿Qué hizo por Ponnie? ¿Significa esto que aún sigue vivo?

Viendo que no voy a alcanzar ninguna respuesta clara, aparto las preguntas de mi mente hasta más adelante. Si mi padre no se ha preocupado por mí en más de cinco años, no veo por qué tengo que dedicarle siquiera un segundo de mis pensamientos.

Vuelvo a las calles de la ciudad cuando éstas empiezan a despertar. A cada persona que me encuentro, me pregunto si habrá pasado la noche en Helix, o si sabrá siquiera de su existencia.

Cuando apenas quedan un par de calles para llegar a mi sótano, me doy cuenta de que un coche me sigue. Por desgracia, no hay ningún atajo para llegar a casa, y antes de poder siquiera echar a correr, el vehículo se aproxima, deteniéndose a mi derecha, y la ventanilla del conductor baja unos centímetros, con lo que solo puedo ver la parte superior de la cabeza, por encima de los ojos.

El conductor del coche habla con voz grave y tranquila, propia del que sabe que está en pleno control de la situación:

—¿Sería usted tan amable de acompañarme?

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