El hartazgo de las primeras nacidas

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Una torre blanca comenzó a verse a lo lejos y separaron escasos minutos al ave de su morada.

Exhausta se dejó caer en el suelo del comedor, tumbando algunas latas a su paso luego de entrar rauda por la ventana y una media hora después, Elwing abrió sus manos como alas, dándose impulso para levantarse del suelo. 

Había sido un vuelo largo y tedioso, y odiaba haber dejado así a su hijo, a la vera del río, envuelto en una desesperación y congoja que no lo dejaría en paz en muchísimo tiempo. Pero no se le había permitido morar en la Tierra Media nuevamente, y lo que tenía eran momentos de atrevimiento que algún Valar consentía... como Ulmo, que actuaba silencioso respecto de las idas y venidas de su esposo en el mar.

Pero no quería pensar en él, estaba furiosa con Ulmo. Había arrastrado a su hijo con la princesa por kilómetros y de no haber sido por Maglor, a quien la esposa de Eärendil hacía muerto hacía tiempo, Elrond se hubiera ahogado.

¡¿Cómo había permitido cosa semejante?! Se suponía que su intervención sería para ayudar, no para destruir. Pero el agua cuando llega en baldazos tiene su propio poder y quizás hasta opinión y consideró prudente llover sobre la tierra como un huracán. O no... quizás, solo se le había ido la mano a Ulmo convocando a las aguas.

Elwing ignoraba que tras las montañas el pedido de Liswen había enfurecido un poco más a la naturaleza y que el bosque de Oropher había tenido algo más que ver, probablemente sin que Ulmo pudiera controlar nada una vez iniciado. Pero lo cierto era que su hijo se había salvado por muy poco, que todo estaba terminado y que ella estaba cansada como nadie.

Y entonces, Eärendil cruzó la puerta...

—¡¿Lo salvaste?! —preguntó agitado. Había visto a Elrond desde arriba y se había estado mordiendo los codos por ayudarlo, pero tenía asuntos más urgentes.

—Siendo un cisne no pude hacer mucho, pero Maglor le salvó la vida. —indicó y caminó hacia un sofá cercano tomándose de las sillas del comedor por el cansancio.

—¡¿Maglor?! —llamó Eärendil volteándose con un trapo en la mano y ayudó a su esposa a sentarse en el comedor.

—No hizo ningún ademán de atacarme, solo se dedicó a darle respiración a nuestro hijo. Lo crió por años, amor mío, su amor por él ha crecido tanto que es como el nuestro. —contó observándolo preocupado—. ¿Y tú?

—Sí pero... El silmaril... estuvo cerca de su alcance, estaba allí cuando ocurrió todo. —se quejó apurado buscando en la alacena de la elfa.

—No montó un dragón para alcanzar el barco y arrebatártelo. Está bien, ha cumplido el juramento, ha tenido uno y se deshizo de él, no veo porqué querría este. —explicó—. ¿Qué buscas? —preguntó con afán de ayudarlo.

—Quédate. —ordenó él, serio—. Estás cansada, yo me encargo. —añadió y tomó unas vendas, aplicándose la primera en un rasguño que tenía en el brazo.

Las misivas de Rivendel viajaron rápido, porque Lindir de las primeras cosas que hizo al partir buscando a Elrond, fue enviar cartas solicitando ayuda a los reinos de los elfos. Los primeros minutos de ausencia de Elrond acumuló cientos de preguntas de los elfos que sin su señor, se vieron un poco a la deriva y se colgaron de la figura de autoridad más cercana, así que Lindir, que no podía en ese momento cargar más que con su tristeza y su urgencia de encontrar a Elrond, decidió gritar en auxilio, y se encargó de dejar bien en claro que las noticias tenían que llegar redactadas con cuidado, pues una iba al bosque, y anunciar fríamente que Morwenna había sido engullida por el río estando muy malherida y prácticamente se podría decir que estaba muerta, era la peor decisión. 

Hasta el fin de los días, Morwenna | #Wattys2022Où les histoires vivent. Découvrez maintenant