Forlindon

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Morwenna estiró su brazo y acarició un mechón rubio del cabello de su hermano mayor. Ambos cabalgaban detrás de su padre, quien tomaba la delantera de la comitiva y había anunciado que en poco tiempo arribarían a los salones del rey Gil-Galad, en Forlindon.

—¿Ocurre algo? —preguntó Thranduil, advirtiendo que su hermana procuraba un interés particular en las puntas de su melena dorada.

—Elaran me regaló joyas de apatita antes de emprender el viaje. Las lucirías sublimes con el cabello trenzado. —respondió Morwenna liberando el mechón de su hermano y haciendo contacto visual con sus ojos celestes.

—Elaran no estará feliz de verme con sus joyas si te las obsequió especialmente. Sobretodo considerando que estuvo cortejándote todo el verano. —observó el joven.

—Es igual, no volveremos a vernos. —anunció apática y eso le recordó a Thranduil el motivo de la visita al norte del reino. Ambos giraron sus cabezas en dirección al frente.

—Lo lamento. —susurró Thranduil, comprendiendo que la despedida de su hermana y el joven Elaran habría sido tortuosa para ambos—. Aunque tal vez cambie de opinión y se nos una en el futuro. —agregó aportándole esperanzas a Morwenna—. Si eso ocurriera y me viera utilizando sus joyas, creería que yo intento cortejarlo a él.

Morwenna intentó contener la risa armando la escena en su cabeza. Se llevó la mano a sus labios para ocultar la sonrisa amplia de su boca.

—¿Te imaginas? —acotó Thranduil—. Elaran llegando esperanzado al bosque, corriendo al encuentro de la joven de cabellos de oro y gemas azul cielo, tomándola por la cintura dulcemente... Y cuando la gira embelesado para ir al encuentro de sus dulces labios de cereza... ¡Thranduil Oropherion le guiña un ojo!

—¡Thranduil! —chilló su hermana y ambos soltaron la carcajada.

—Ya verás, no podrá resistirse a mis encantos y esta boca de miel que Eru me ha dado. —bromeó dando besos en el aire, cerca de la mejilla de su hermana—. Oh, bésame, Elaran. ¡Bésame, bésame! ¡Muack, muack! —Morwenna envuelta en risas posó su índice sobre la mejilla del elfo y lo empujó de nuevo a su lugar.

—¡Te caerás del caballo, tonto!

—¿Yo? ¡Jamás! He montado desde que tú aun no estabas ni siendo soñada por naneth. (madre).

Thranduil notó el silencio de los elfos detrás suyo y la postura rígida de su padre, apenas a unos metros delante. Nadie quería siquiera oír hablar de aquella encantadora elfa que diera a luz a la razón de existir de Oropher; la guerrera que había perecido ante la destrucción de Doriath, hogar de nacimiento de Thranduil y su hermana.

Para quitarse la pesadez y el dolor, que a pesar de los años y lo poco que recordaba a su madre, aun le recorrían el corazón, carraspeó y prosiguió con sus ideas.

—Como ocurra, Morwenna, aun es apresurado pensar en una separación. Debemos esperar a la respuesta del rey. Si no es su deseo que padre se establezca en el este de Lindon, más allá de las montañas, volverás a ver a Elaran, y llevarás sus joyas con orgullo.

—Las apatitas tienen el color de tus ojos. —expresó la elfa, intentando cambiar de tema.

—Morwe... Tus ojos son mis ojos. —Le recordó su hermano, haciendo alusión a que ambos habían sido bendecidos con el mismo color. Si bien se llevaban cinco años, en ocasiones los demás elfos habían creído que eran mellizos, por su gran parecido físico—. De todas maneras no lo comprendo. ¿Existe alguna razón por la que quieras deshacerte de esas joyas? —indagó, extrañado por la actitud de su hermana, quien siempre agradecía y lucía los regalos que otros elfos le hacían.

—No correspondo su amor. —musitó ella, por si alguno de los elfos de la comitiva acaso fuera amigo de Elaran y pudiera hacerle llegar la desilusión por medio de una fría carta.

—Oh... —asintió Thranduil—. En ese caso... Son joyas las que te dio, no una propuesta de matrimonio. Puedes aceptarlas, utilizarlas...

—Usarlas sería corresponder sus sentimientos, Thranduil. —informó Morwenna a su inexperto hermano. Por más que él fuera mayor que ella, aun no entendía los juegos del amor, ni se preocupaba por ellos—. No puedo romperle el corazón rechazando su cortejo, pero tampoco le daré esperanzas.

—Pero dijiste que no volverías a verlo.

—¿Qué tal si decide seguir a padre y se establece con nuestro pueblo? ¿Y qué si su majestad, Gil-Galad nos niega la salida de Lindon? No puedo vivir el resto de mis días evitándolo, nos reencontraremos, y llevar sus joyas en mi cabello no es la mejor forma de hacerle ver que no lo quiero de la misma forma en que él me quiere. —advirtió la elfa, en un tono menos amable del que solía llevar su voz con regularidad.

—Solo son piedras, Morwenna... —bufó él viéndola de reojo.

—No lo entiendes, Thranduil. Algún día lo harás... Y espero que cuando esa mañana llegue, no tengas que preocuparte por rechazar sutilmente a quien te ama. —susurró risueña.

Thranduil giró su cabeza hacia el frente, maravillado por la brillante luz del paisaje.

—¿Alguna vez has visto hierba tan verde? —comentó maravillado.

—No quieras desentenderte de los asuntos del corazón. —acusó su hermana.

—De verdad jamás había visto un paisaje tan brillante, el césped se ve como esmeraldas esparcidas en la tierra. Casi no me atrevo a pisarlo con el caballo.

—¡Thranduil! Te estoy hablando de cosas importantes. —Se quejó la menor, con el cuello completamente girado hacia él.

—Yo también. —reveló el elfo, con los ojos encendidos por el encanto del norte.

—Hemos llegado. —anunció Oropher. Y recién en ese momento Morwenna dio cuenta de la belleza de la que su hermano estaba hablando.

Forlindon se erigió ante ellos a través de los árboles, con una hermosura y grandeza dignas de la morada del último monarca de los Noldor. La hierba crecía viva en color y fuerza, pero suave se doblegaba bajo los cascos de los caballos en su camino a la sólida fortaleza. El mar, billante y azul en la lejanía de las montañas, besaba la costa altiva de las tierras libres del mal, en la que los sobrevivientes del hundimiento casi total de Beleriand, se habían refugiado.

Si bien los Sindar comandados por Oropher habían morado en Harlindon, territorio ubicado al sur de Forlindon, solo separado por el Golfo de Lhún, la belleza del pueblo del norte era incomparable y rápidamente fue apreciada por los ojos de toda la comitiva.

—Podría quedarme aquí por el resto de mi vida. —dijo Morwenna, emitiendo su pensamiento en voz alta.

—No hemos venido a quedarnos. —Le recordó su padre, con un suspiro lastimero luego de bajarse del caballo—. Pero si nos permiten partir, les prometo que será la última vez que debamos hacerlo. Ya no habrá más despedidas... —agregó echando una mirada comprensiva sobre sus dos hijos. Los tres habían tenido que abandonar su amada Doriath luego de su destrucción, con el pesar de saber que no retornarían jamás a su pueblo natal y el punzante dolor de haber perdido también a la madre de la familia en consecuencia.

Oropher amaba a sus dos hijos, y estaba cansado de no poder otorgarles la seguridad de establecerse en un lugar permanente. No podría evitar las guerras que vendrían, pero procuraría ofrecerle a su descendencia un hogar firme, incapaz de ser asediado y destruido.

—Solo serán unos días... —finalizó, viendo a los miembros de la guardia real de Gil-Galad acercarse para darles la bienvenida.

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Hasta el fin de los días, Morwenna | #Wattys2022Onde histórias criam vida. Descubra agora