Lo que aguarda tras la neblina

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No te he olvidado. El tiempo pasa, los días renovados marchitan. Y no te he olvidado. No hay un solo día, Morwenna, en que no despierte con tu recuerdo vívido en los ojos. No te he olvidado, soy incapaz, no lo deseo, pero lo necesito. Y no lo logro. Le escribo al mar, porque es la única esperanza que tengo. El cuarto blanco se hizo humo en mis visiones, tú no has vuelto siquiera a regalarme una caricia en sueños. Tu silencio es aturdidor, por contrario que suene. Y te extraño, tanto, que me arrojaría a las aguas para seguir el curso de las cartas y dormir con tus huesos en lo profundo del Golfo de Lhún. Entre misivas que te he dedicado siempre y un amor que me atraviesa y duele como las heridas que te llevaron lejos de mí. No te he olvidado, Morwenna, no puedo hacerlo, no puedo perdonar. No solo las notas viajan río abajo para llevártelas al fondo del mar, sino con afán de que Ulmo vea lo que hizo. Que como último deseo, las remonte desde el fondo y te las entregue en las costas de Valinor... de la Tierra Bendecida que se ha salido de los círculos del mundo, como si además tuvieran que seguir alejándote más de mí. 

Te extraño, Morwenna, los días brillantes han caído, y aun en su esplendor no pude disfrutarlos, porque faltabas tú en ellos. Y ahora son oscuros como todo el dolor en estas palabras. Y debo marchar al frente, con la desdicha de no poder padecer la incertidumbre de los hombres y otras criaturas que no saben si regresarán. Oh, yo sí lo sé... y eso no me calma. Porque serán más años lejos tuyo. Porque cada despertar será en la miseria de un espacio sin ti, porque no regresaré a la vida con tus besos y tu sonrisa en las estancias brillantes de Mandos. 

Parto a la guerra, Morwenna, a la peor que esta tierra ha visto. Y no te he olvidado. Regreso cada año a lanzar mis cartas al mar y ahora no lo haré en mucho tiempo. No te enfurezcas conmigo, flor mía, no creas jamás que te he olvidado o que he dejado de amarte. Mi silencio no será culpa de mis olvidos o mi indiferencia, no podré lanzar cartas que Ulmo te lleve, pero te dedicaré todas mis hazañas, protegeré a los tuyos, y me mantendré cuerdo, para no preocuparte más de lo que ya has de estar, mirando los telares, esperando pacientemente oír de nosotros al otro lado del mar.

Te amo, lothig nîn, no te he olvidado, pero es hora de marchar.

Tuyo hasta el fin de los días,
Elrond. 

La carta se deslizó entre las rocas y Elrond la vio partir en el atardecer en completo silencio. Acarició el único mechón rubio que caía en su cuidada y extensa cabellera negra y tras esconderlo entre sus trenzas, subió a su caballo y regresó a Imladris.

Un brillante ejército, grande y honorable como no se había visto otro en ninguna era antigua o venidera, se cruzó en la entrada. Hombres, Elfos y Enanos iban de acá para allá afilando sus armas, comiendo alguna sopa caliente y platicando de sus asuntos. A su paso, los menos distraídos lo reverenciaron y los otros lo vieron caminar hacia los establos como una sombra aliada.

Le quitó la montura a su caballo y lo cepilló con cuidado. Esos eran días de ocupaciones imperantes, no podía darse el lujo de exigir a un muchacho que abandonaría su casa para no saber si regresaría alguna vez, que lo limpiara y lo preparara para la noche siguiente.

—Prometió algo que no cumplió. —Oyó a sus espaldas y el tono bajo de esa mujer le heló la sangre. No sabía porqué, o quizás sí, la voz de Galadriel siempre le causaba pavor si no podía verla a los ojos. Era como estar a merced de un cazador experto y haberse vuelto una cría de pocos días.

El ruido metálico acercándose a él no ayudó tampoco, y se giró con seriedad, intentando no reflejar el más mínimo temor y realizó una reverencia corta conteniendo la respiración agitada.

Contraria a su imagen elegante y superior de vestidos de brillo de estrella y cabellos rubios muy claros cayendo sobre ella en hondas moldeadas por las mismas nubes, Galadriel se detuvo frente a él en una brillante armadura dorada que la envolvía en finos detalles como el ala de los pájaros. Debajo, atuendos blancos, pulcros como ninguno a pesar de los viajes y la exposición al barro, denotaban la primera vez que Elrond la vía sin vestido, con ropas de montar y preparada para la batalla. Su cabello estaba recogido en una trenza que atrapaba cada una de sus hebras de perla y se enroscaba en sí misma tras su cabeza, adornada con una tiara de hojas puntiagudas doradas que no llegaban a rodear su frente.

Hasta el fin de los días, Morwenna | #Wattys2022Where stories live. Discover now