La ciudad que cae

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Elrond se sintió poco digno cuando tomó el caballo de un elfo muerto y lo calmó para luego montarse en él y cabalgar fuera de Eregion como una sombra que se pierde entre el gentío distraído. Unos kilómetros más adelante se detuvo a reflexionar su huida de la ciudad en llamas y se dijo a sí mismo inútil por no haber llegado antes y más por no haberse quedado a luchar. Cuando salió al galope no sabía si lloraba por lo que acababa de vivir, o porque a sus espaldas, los gritos de los hijos de Eru se mezclaban con el chillido de los orcos y el fuego de los proyectiles que iluminaban de tanto en tanto la masacre.

Cuando en el horizonte apenas se podían ver las bolas de fuego cruzando el cielo e impactando contra las paredes de la fortaleza de Eregion, Elrond quiso regresar, pero un sonido particular lo detuvo. Y es que tenía razones importantes no para correr, sino volar a Lindon, pero estas aun en el peso de su conciencia le parecían demasiado egoístas. El medio elfo dio un grito de fastidio en medio de la noche y Ninquë maulló en las ancas del caballo, casi ordenándole seguir.

—¿Cómo se sostiene una promesa que se erige sobre ríos de sangre? —preguntó el heraldo y bajó la cabeza hacia el bollo envuelto en su capa que reposaba en las manos—. ¿Por qué eres tú más valiosa que cualquier otro de mis hermanos? —agregó sollozando y acunó a la bebé por la que había abandonado Eregion en medio del caos sin ayudar a nadie más.

Amigo, maestro y hermano; padre. Esas palabras que resonaban en su cabeza le hicieron voltear de cara a Lindon y continuar su viaje. Y es que tenía en sus manos la vida naciente en medio de la muerte, la última pincelada de la obra maestra que Haemir había pintado en el retrato de su existencia. Su única herencia.

Elrond no volvió a mencionarlo, pero vivió hasta el último de sus días con la culpa de no haber acelerado su paso, de no haber llegado antes, de detenerse a salvar la vida a otros elfos que heridos, aun batallaban con orcos que debieron darles muerte. Todos esos segundos echados en otros, se habían escapado de sus manos y de la vida de su amigo, al que había ido a buscar. 

Cuando el hijo de Eärendil finalmente llegó a la casa a la que una vez Lindir fuera desterrado por Gil-Galad, pero Haemir se hubiera interpuesto tomando su lugar en el exilio, halló en la entrada una figura que recordaba vagamente haber visto en el bosque de Oropher. Una de las doncellas de Celebrían yacía sin vida en el suelo. Piel sudada, cabello recogido a las apuradas y sangre en sus manos pintaban el cuadro grotesco de su muerte. La espada vil que le había dado muerte todavía estaba clavada en su espalda y su mirada, desesperada y cristalina, se extendía hacia el centro de la acera. Lo que fuera que hubiera estado mirando le estaba partiendo el alma cuando murió.

Cuando estaba a punto de girar, siguiendo el curso de sus ojos, un sonido de artefactos estrellados contra el suelo se oyó en el interior de la casa y Elrond se precipitó rogando encontrar una imagen menos trágica. 

En el comedor de entrada, modesto y desordenado, encontró a un orco revolviendo las alacenas. Estaba buscando anillos mágicos que los habitantes de Eregion solían tener en su poder; joyas que Celebrimbor había forjado y regalado. No de gran importancia, pero muy buscados entre los orcos, pues otorgaban invisibilidad a su portador y los volvía más eficientes en la lucha y otras barbaridades que planeaban hacer con el anillo puesto. Elrond fue demasiado rápido y por demás silencioso y le cortó el cuello antes de que el orco pudiera percatarse de su presencia. Siguiendo el camino hacia el interior de la casa, el olor de la sangre lo llenó de terror, pero lo guió hacia el lugar correcto.

La habitación principal, matrimonial, era digna de un ritual impío. Las velas que aun continuaban encendidas, velaban en sus candelabros el escenario horroroso del centro de la cama. Había objetos caídos, alhajeros rotos y sangre. Mucha sangre. A los pies de la cama una cubeta con agua y paños húmedos se desperdigaban a lo largo del suelo y en la penumbra, Elrond se cubrió la boca para no dar un grito. 

Hasta el fin de los días, Morwenna | #Wattys2022Where stories live. Discover now