3. Tardes con aroma a coco

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8 de enero de 1999

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8 de enero de 1999

El sol se cernía en lo alto del cielo, marcando el mediodía. E incluso cuando la brisa intentaba lapidar un poco aquel sofoco junto con la leve frescura de las baldosas del porche delantero, estaba sudando a cántaros.

Lo más molesto era esa sensación pegajosa entre mis muslos.

Empecé a arrepentirme de usar pantalones cortos o aceptar la invitación de Allen.

«Dios, Astrid en qué estabas pensando» me reproché a mí misma.

Tomé mi bolso para aplicarme otra capa de bloqueador solar, porque sentía que ya la primera había sido disuelta por el sudor. Todo esto sin quitar la mirada del camino donde se supone debía llegar Allen con su bicicleta y su cara simpática, pero mientras hurgaba en el interior sentí la textura de papel en el fondo.

Solté un suspiro y saqué aquel sobre que cargaba conmigo desde aquel encuentro con la chica misteriosa. La marca del labial se había corrido un poco, pero el olor a coco seguía tan fuerte como aquel día.

Me había sentido algo tentada a abrirlo, pero estaba más que claro que aquella era una carta de amor. Ese tipo de cosas eran demasiado íntimas y si estuviera en su lugar lo último que quisiera era que un total extraño leyera párrafos donde dejaba a flor de piel mis sentimientos.

Era la máxima violación a la privacidad en la que podía pensar.

En ese momento no quería admitirlo, pero esa fue otra de mis razones para aceptar aquella salida. Tenía la esperanza de localizar a la chica y devolverle la carta para que pudiera entregarla... y claro, que se disculpara de manera apropiada conmigo.

Un sonido captó mi atención, el de la gravilla removiéndose por el paso de una bicicleta. Guardé la carta rápidamente al divisar su figura por el camino.

Su cabello se encontraba aplastado por aquella gorra de los Yankees y sus mejillas estaban cubiertas de un notable rubor por el pedaleo. Al ver que traía ropa similar a la que usaba para trabajar me sentí un poco tonta por haber pensado tanto en la mía.

—Perdón por la hora. —Se detuvo frente a mí, llevando una mano a su pecho que no paraba de subir y bajar por la agitación—. Dame un momento... tengo que recuperar el aliento.

Dicho esto, dejó caer su espalda contra uno de los postes del porche. Algunas gotas de sudor caían por su rostro, pero aun así parecía más fresco que yo.

—No te preocupes —dije mientras me levantaba—. Acabo de sentarme aquí.

Por un momento pensé que diría algo de mis pantalones cortos o de mi blusa de tirantes o de la camisa a cuadros que llevaba encima para cubrir mis brazos del sol, pero parecía estar concentrado en recuperar el aliento.

—Mis amigos nos están esperando en el parque. —Giró su bicicleta—. Desde hace un rato siento que me pica el oído, así que me imagino que deben estar molestos por la tardanza.

Las últimas flores del veranoOnde as histórias ganham vida. Descobre agora