Epílogo: El día del fin del mundo

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31 de diciembre de 1999

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31 de diciembre de 1999

Casey

Santa Ana era un lugar lleno de contrastes por donde lo vieras.

Carros estancados en tranque, ruidosos buses con pavos pregonando las rutas, el bullicio de las personas que transitaban apiñadas por las aceras y un tenue aroma a humedad proveniente de las alcantarillas.

Caminé cierta distancia hasta quedar bajo la sombra del paraguas de un pequeño puesto lleno de banderas de distintos tamaños. La señora que estaba atendiéndolo me dio una mirada curiosa, tal vez porque se notaba demasiado que no era una lugareña más.

Le dediqué una sonrisa, junto con un amigable buenos días y ella respondió con la misma cortesía antes de regresar su atención al periódico que leía.

Por fin llegó el gran día, era lo que decía el titular de esa mañana.

Por fin llegó el gran día repetí en mi cabeza, sin poder evitar sonreír como boba.

Mi mirada vagaba entre los carros estacionados en los alrededores, en busca de uno con las particularidades que me había dictado en nuestra última llamada. Pintura rojo cereza, rines negros y la puerta izquierda abollada.

Y por supuesto, mi chica sentada en el asiento del conductor.

No pude conciliar el sueño porque la ansiedad me estaba consumiendo viva, ni en mi cuarto ni en las cuatro horas de viaje en autobús. Tal vez no lo había hecho desde que, con esa voz somnolienta luego de haber pasado toda la tarde estudiando para sus últimos exámenes, me preguntó por el teléfono: ¿Quieres pasar el año nuevo conmigo?

Nunca se lo dije, pero ese me cubrí el rostro con una almohada y chillé un poco.

Luego de eso, hice hasta lo imposible por portarme bien en casa, sacar buenas notas e ir convenciendo a mis padres de poco a poco para que me dejaran ir.

A mamá no le gustó para nada la idea, porque aun seguía creyendo que Astrid era una mala influencia. Papá por su lado tampoco parecía convencido al inicio, pero le dije que ella me daría un tour por la ciudad y me ayudaría a buscar un lugar de alquiler donde pudiera quedarme cuando iniciara la universidad.

De alguna manera lo logré, con la condición de que al día siguiente iría a casa de mi hermano.

La vida a los dieciocho no era tan distinta que a los diecisiete.

Un pequeño carro, de desgastada pintura roja y rines negros, se detuvo al otro lado de la calle. Los cristales estaban cubiertos con papel ahumado, pero aun así en mi corazón sabía quien era. 

Había imaginado muchos escenarios de nuestro reencuentro, la mayoría de ellos con ella estrechándome entre sus brazos como en las películas y besándome frente a todos, pero fue mucho más sencillo y sutil.

Las últimas flores del veranoWhere stories live. Discover now