20. El silencio de la noche

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3 de febrero de 1999

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3 de febrero de 1999

El puente embrujado era uno de los pocos lugares de San Modesto que las personas solían evitar. Durante el pequeño tour que Maylín dio al inicio del verano nos había contado que era el lugar favorito de muchas de las apariciones de las historias que se contaban frente a las fogatas.

Y el aspecto del lugar se prestaba para ello.

Estaba ubicado en una árida zona de tierra resquebrajada y rocas que en algún momento había pasado un afluyente del río principal, pero que había sido represado para evitar inundaciones durante la época lluviosa.

Como resultado, el puente había adquirido un aspecto abandonado y fantasmal. Piedra que se había tornado oscura por el pasar de los años, el olor a óxido de las piezas metálicas y los trozos de madera regados sobre el suelo.

Y allí estaba yo, observando de manera atenta como Casey caminaba en círculos con la mirada baja y los brazos cruzados sobre su pecho bajo el único poste que iluminaba la zona.

Había permanecido en ese estado semi catatónico desde que nos detuvimos frente al puente embrujado para recobrar un poco del aliento de la carrera que hicimos desde la casa de Rosaura.

¿Qué se suponía que se decía en ese tipo de situaciones? ¿Querría hablar en esos momentos? ¿Debía abrazarla?

Sus manos se frotaban sobre la tela del abrigo como si buscara algo de confort en este. O tal vez solo intentaba mantener sus manos cálidas en medio del punzante frío de la noche.

Casey detuvo repentinamente su vaivén y elevó su mirada hacia la luna que se sobre nosotras. A pesar de la gran cantidad de nubes que ocultaban las estrellas, a la luz de la luna logró traspasarla y reflejarse sobre su piel.

—Va a llover —la escuché murmurar.

—Casey... —empecé a caminar hacia ella—. ¿Acaso quieres...?

Ella despegó su mirada de las nubes y la enfocó en mí. Podía ver unas pequeñas lágrimas bajando por sus mejillas, pero no lucía triste sino frustrada.

Frustrada con toda la situación.

—Lo siento —dijo con voz apagada.

Me detuve a pocos centímetros de ella, sin poder creer lo que había salido de su boca.

—¿Por qué te estás disculpando?

—Porque tienes que verme así —respondió mientras sorbía por la nariz—. Toda patética y llorando de rabia... de seguro escuchaste la conversación ¿no?

—Escuché una parte... —apreté los puños—. ¿Clara te hizo algo?

Sentí que una presión se liberó de mi pecho cuando negó. Reuní el suficiente valor para dar el primer paso hacia delante, luego otro y otro hasta llegar justo a su lado.

Las últimas flores del veranoWhere stories live. Discover now