36. La canción del verano

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28 de febrero de 1999

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28 de febrero de 1999

El primer recuerdo que tengo de mi infancia fue en una playa.

Recordaba la extraña sensación de los granos de arena bajo mis pies, la suavidad de la toalla que cubría mis hombros, la gran sombrilla de colores que nos protegía del inclemente sol y la pegajosa sensación del bloqueador sobre mi piel.

Yamileth leía una revista, intentando evitar a toda costa la arena, el sol o socializar el resto de la gente. Papá estaba sentado conmigo a las orillas de la playa, con ese gracioso sombrero blanco y esperando con paciencia que yo diera el primer paso hacia la intimidante marea que no dejaba de chocar contra mis pies.

Tenía miedo, porque el mar era demasiado grande y yo era muy pequeña.

Porque tenía miedo de las olas, de las partes hondas y de los pececillos que flotaban en el fondo. A ser arrastrada hasta el otro lado del mundo, de quedar atrapada en alguna red de pesca e incluso devorada por una ballena.

No sé cómo pasó, si la marea subió o papá logró convencerme, pero de repente sentí las olas golpeando contra mi cintura y el sabor del agua salada en mis labios. La arena se movía bajo mis pies junto con trozos de algas y preciosos caracoles que descansaban en el fondo.

Esa pequeña belleza me dio el valor para adentrarme bajo el agua, luego mover mis brazos y hacer mi primer intento para nadar. Por supuesto, fallé y tragué mi peso corporal en agua salada antes que mi papá me sacara de un tirón.

Al parecer era algo muy mío, el estar al borde de la muerte en múltiples ocasiones. Y de alguna forma en todas esas ocasiones, habían surgido cosas buenas de esas experiencias.

Justo en ese momento no podía parar de mirar a una de ellas.

—Bloqueador, tres botellas de agua, dos toallas extras, pastillas para el dolor de cabeza, curitas para las personas que se caen al suelo como si su vida dependiera de ello... —murmuró Casey mientras lo tachaba de su pequeño cuaderno.

Eran las ocho de la mañana y ya podía sentirse un agradable clima en el pueblo. Ni muy caluroso, ni muy seco. El azul del cielo salpicado de delgadas nubes blancas similares al algodón de azúcar y la suave brisa meciendo el follaje de los árboles.

Marcos había accedido a llevarnos a una playa cercana, por lo que estábamos empacando las cosas y esperando a los demás para ponernos en marcha.

—Solo cuando estás cerca —contesté mientras metía la pequeña parilla en la parte trasera del pick-up—. Aunque me parece que gusta tenerme abajo ¿no?

Casey apretó los labios antes de darme un suave codazo en las costillas.

—Astrid por favor... —Su mirada fue hacia la casa, donde podían verse las figuras de Marcos y Adela moviéndose por la sala—. Estamos en casa de tus tíos, tu mamá también está allí...

Las últimas flores del veranoМесто, где живут истории. Откройте их для себя