33. No es para siempre

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24 de febrero de 1999

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24 de febrero de 1999

—Crees que soy una estúpida.

Seguido de esta frase, una piedra pequeña voló por el aire hasta golpear con un tinaco de basura, cuyo metal resonó por la solitaria calle de San Modesto. 

A pesar de que nos habíamos alejado del jardín, el armonioso sonido de los acordeones nos seguía como si quisiera encantarnos para regresar con aquel tumulto de personas que se habían reunido para bailar al ritmo de la música típica.

Fuera de ese apretujado ambiente, la calma reinaba por las calles del pueblo. Las pocas personas con las que nos habíamos cruzado estaban camino al jolgorio o demasiado ocupadas en sus asuntos como para prestarle atención a dos chicas que caminaban solas a la medianoche.

—Maylín, no...

—Y lo cierto es que lo soy. —Otra piedra salió volando—. Soy una tonta que solo sabe arruinar la vida de sus amigos.

Casey sabría qué decirle. Estaba segura que habrían tenido una conversación transcendental que borraría cualquiera de sus preocupaciones y dónde encontrarían una solución viable.

Pero Carlos había pasado a recogerla a las nueve en punto por orden de su padre para evitar problemas con la tía Ceci, dejándome sola en esa compleja situación con una sola indicación: no la dejes sola. Tanto el tono con el que me lo dijo como la expresión seria en su rostro encendió mi instinto de preocupación, poniéndome en alerta.

Por el resto de las horas tuve mi mirada fija sobre sus tembleques hasta que se levantó de la mesa donde había estado jugueteando con la comida de su plato. Sus ojos barrieron todo el lugar hasta que localizó una puerta entreabierta cerca de una esquina y se abrió paso entre la multitud para salir.

Tomé mi pequeña mochila y seguí sus pasos sin dudarlo. Al asomarme al otro lado de la puerta, me topé con su silueta bañada por la luz naranja de la calle donde hace unas horas Francisco había estado peleando con su padre.

Maylín estaba de pie, observando como la brisa nocturna movía la hierba alta del solitario lote junto al jardín. Sus labios parecían moverse, como si estuviera repitiendo una frase entre susurros, sus manos no paraban de juguetear con las cadenas que caían sobre su camisa y su mente parecía estar perdida en miles de pensamientos.

O al menos así fue hasta que llamé su nombre y sus ojos captaron mi presencia. Nos observamos en silencio por unos segundos antes que sus pies empezaran a moverse hasta alejarse gradualmente del jardín típico. Y, obedeciendo las indicaciones de Casey, empecé a caminar a su lado.

—¿Esto era lo que querías decirme ese día? —pregunté, aun sabiendo que la respuesta era obvia—. ¿Cuándo hablamos en el salón?

—Pensé en hacerlo, pero... —Sus pasos de detuvieron a mitad de la calle, justo bajo uno de las luminarias. Sus tembleques emitían pequeños destellos bajo la luz naranja y me miró sobre su hombro—. No lo sé, aún me costaba mucho aceptar la idea de lo que estaba pasando. Todavía me cuesta mucho digerir todo lo que pasa, como cuando me miro al espejo o cuando siento que el estómago se me revuelve.

Las últimas flores del veranoWhere stories live. Discover now