14. Una epifanía

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31 de enero de 1999

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31 de enero de 1999

Mi relación con la religión nunca había sido la más cercana.

Mamá no había pisado una iglesia desde que había hecho su confirmación y mi papá solo recordaba ir a la iglesia durante la misa conmemorativa por el abuelo o alguno de los te deum del tres de noviembre.

Aun así, cuando el prestigioso colegio católico privado les exigió un certificado de primera comunión como requisito para esta, me obligaron a asistir a esas aburridas clases cada domingo después de la iglesia a las que solía llevar mi música "satánica" para distraerme entre descansos.

Luego de eso vinieron los primeros años del colegio con sus clases de religión de dos horas donde nos ponían a leer versículos de la biblia, armar nuestros rosarios y se la pasaban quejándose de cómo la sociedad empezaba a decaer por las ideas del new age y los jóvenes.

Para una impresionable niña que recién había descubierto que le atraían las mujeres fueron horas de martirio, en especial cuando ese tema salía en medio de la discusión. Intentaba que aquello no me afectara, pero algunas veces me hacía sentir sumamente culpable y con miedo porque no quería irme al infierno.

Y era peor cuando nos tocaba bajar a misa en la capilla cada mes.

A un lado tenía a una chica de un año mayor llamada Geraldine, de lindo cabello claro y siempre olía a cereza. Al otro lado tenía una gran pintura de un Jesús sangrante con su corona de espinas observándome en pleno sufrimiento.

O cuando llegaba la hora de comulgar y tenía la osadía de pararme para comer la hostia a pesar de que el fin de semana me la había pasado viendo revistas de mujeres en trajes de baño y teniendo pensamientos "impuros" con ellas.

Con el tiempo aprendes a ignorar todo o, en su defecto, a disimular tan bien que terminabas creyendo que no te importaba lo que dijeran dentro de ese lugar santo (aunque si lo hiciera).

Tú yendo de forma voluntaria a la iglesia suena como un milagro —señaló mi mamá con algo de sorna—. ¿Estás segura de que estás haciéndolo porque quieres o alguien te está obligando?

Había estado cumpliendo con la promesa que le había hecho de llamarla todos los domingos para mantenerla al tanto de mi situación y así ella me mantenía al tanto de lo que sucedía en la capital mientras no estaba.

—No, una amiga me invitó a verla cantar y pensé que sería grosero no aceptar la invitación —comenté mientras me miraba a través del tenue reflejo del cristal del plástico de la cabina—. Igual no me quedaré por mucho tiempo, solo la escucharé cantar y me iré.

Escuché una leve risa al otro lado de la línea, algo sumamente extraño viniendo de su parte. Aunque desde que había contestado el teléfono noté cierto cambio en su humor, parecía un tanto alegre y aquello me hacía recordar un poco a los momentos de cercanía que empezamos a tener cuando entré en la pubertad.

Las últimas flores del veranoWhere stories live. Discover now