28. El año del conejo

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16 de febrero de 1999

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16 de febrero de 1999

Si había algo muy característico de la política de nuestro país, era la figura del hombre fuerte.

Tradicionalmente masculino, con un atractivo distintivo, que fuera firme a sus ideales y.... bueno, que fuera hombre. No importaba lo cuestionable que fueran sus métodos, ni sus cometarios sexistas o racistas, si sus manos estaban manchadas de sangre o si había una larga sombra de corrupción a sus espaldas.

Sostuviera un puro, un machete o no lograra terminar ninguno de sus periodos de gobierno, había miles de personas admirando sus acciones y dispuestas a defender su nombre a capa y espada.

No pude dejar de pensar en eso cuando, al entrar al pueblo después de todo el asunto con Clara Elena, noté la presencia de miles de banderas del partido tricolor junto a un hombre parado bajo un toldo y con micrófono en mano.

Francisco Palacios (padre), encajaba perfectamente en el perfil que tantas veces había repetido en mi casa. Era alto, de contextura atlética y un rostro que la mayoría podría considerar como atractivo al que no se le podía distinguir ni una sola cana en el espeso cabello oscuro.

Y por supuesto, no se podía dejar pasar por alto aquella gran sonrisa de dientes blancos que se sentía que vendía totalmente el lema trabajando por un mejor San Modesto.

Me detuve unos segundos y agradecí que su presencia fuera lo suficientemente apabullante como para que las personas del pueblo notaran mi presencia en la entrada.

Con paso decidido me dirigí hacia la cabina telefónica, donde algunos de los paneles azules y los rayones de nombres en los paneles transparentes me servían como refugio momentáneo.

¿De qué me estaba escondiendo?

Más que nada, de mis malos recuerdos.

La gente de San Modesto parecía ser del tipo que juzgaba en silencio. Solo miradas y unos cuantos murmullos cuando pasaba, nada que en realidad podría considerarse como algo grave, pero eso no evitaba que mi mente regresara a esos insoportables días en el colegio.

Había pasado los últimos días evitando cualquiera situación que pudiera considerarse como algún disparador para esos malos recuerdos, pero tenía que hacer la llamada de fin de semana a mi mamá y si no lo hacía sabría que algo malo había pasado.

Descolgué el teléfono y pulsé las teclas cuadradas mientras maniobraba para meter los cuaras en su lugar. El tono del teléfono empezó a sonar y rogué que se apresurara a contestar el celular para salir antes que el discurso del hombre terminara.

Me recosté contra la pared de la cabina y eché un vistazo al exhibicionismo político que se desarrollaba frente a mí, con la repartición de suéteres con los nombres del candidato junto a lo que parecían ser bolsas de arroz y un enorme cuadro con marco dorado que debía ser del mentado San Modesto.

Las últimas flores del veranoWhere stories live. Discover now