23. Días de sol

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6 de febrero de 1999

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6 de febrero de 1999

La mañana de aquel sábado se sentía excesivamente brillante.

Podía ver la luz dorada reflejada sobre las degastadas hojas de zinc, los charcos de agua e incluso sobre el transparente plexiglás que recubría la cabina telefónica. Fue como si todo el lugar hubiera adquirido una tonalidad diferente luego de la tormenta eléctrica del viernes.

De hecho, todo se sentía diferente.

¿Qué pasó, Astrid? —preguntó mamá desde el otro lado del teléfono.

El tono de mamá me hizo regresar a la realidad y me apresuré a responder.

—¿Q-qué pasó de qué?

Podía imaginármela, recostándose contra el sillón individual de la sala y moviendo sus pies en el aire. De seguro con su café sobre la mesita de la sala y al lado un plato de pan tostado con mantequilla o unas hojaldas con queso amarillo, también debía estar en su pijama de los sábados.

Te conozco, bacalao —murmuró y pude escuchar el sonido de la taza contra la mesa de cristal—. Suenas diferente.

Incluso cuando mi mamá había pasado la mayor parte de mi infancia metida en el trabajo, sí que sabía reconocer cada uno de mis cambios de humor. Durante la época en la que me estaban molestando en el colegio, me llegó a preguntar varias veces si estaba bien y yo solo le respondía asintiendo.

Tal vez me creyó.

Tal vez no, pero estaba demasiado ocupada como para preguntar.

Lo cierto era que sabía reconocer mis cambios de ánimo mejor que yo y agradecí tanto no tenerla en frente durante esa conversación, especialmente porque mi sonrisa de pendeja era algo que nunca dejaría pasar por alto.

¿Por qué era tan obvia?

—¿Diferente? —pregunté, recostándome de la cabina telefónica—. ¿Diferente cómo?

Diferente... feliz —murmuró con cierto tono extraño—. A ver, cuenta que pasó.

Empecé a juguetear con el cable del teléfono mientras sentía mis mejillas rojas al recordar la sensación de sus labios sobre los míos. No había podido pensar en nada más desde que regresé a la casa, incluso me había costado mucho dormir porque lo único que quería hacer era besarla de nuevo.

Besarla, tenerla entre mis brazos y enterrar la cabeza en su cabello para embriagarme con su aroma a coco.

Pero no había podido hacerlo por diversas razones.

La primera: ella tuvo razón y después de la remojada nocturna amanecí con fiebre.

La segunda: tuve que viajar a la capital para retirar mi cédula del tribunal.

Las últimas flores del veranoМесто, где живут истории. Откройте их для себя