Capítulo 20: Sabor Dulce

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La noche del sábado comenzó y con eso, mi trabajo. Me costó salir de la cama por la mañana y actuar normal para que nadie sospechara. Cuando llegaba media noche, hacía el solitario camino de calles oscuras, sin personas alrededor y farolas encendidas cada metro que andaba, solo para llegar a un lugar donde nadie conoce a nadie, donde solo se satisfacen los deseos más carnales. Para mi suerte, yo no me encargaba de conceder esos deseos que cientos de hombres proponían. Yo simplemente observaba y servía copas, acompañada de unos compañeros que no conocía ni sus nombres.... Pero me daba lo mismo, solo necesitaba el dinero para pagar el alquiler, lo demás no me importaba. Tenía la suficiente capacidad de defenderme por mí misma si algún hombre intentaba cruzar o saltar la barra en la que yo servía sus constantes chupitos.

- Muñeca, ponme otro de estos - ordenó un hombre, levantando su copa de vino blanco. Lo miré para ver cuál era el contenido y serví el ágrio líquido que quería - Gracias, preciosa. Para tu salud - brindó, tomándoselo todo de una sola vez. Dejó el vaso sin descuido en la barra.

Lo cogí con una desconfianza disimulada. Lo lavé y empecé a secarlo. A esto, una mujer rubia con solamente dos diminutas prendas se acercó a él. Pude observar como le susurró algo al hombre que tenía en frente. Éste asintió con su cabeza, separó los codos de la barra y se echó levemente hacia atrás. De un hábil salto, la mujer se puso encima de él, empezando a dar sensuales movimientos con su cadera, lo que hacía gruñir al hombre debajo de ella. Me miraba con una reconfortante sonrisa sin parar su acción.

- Ponme un vaso de agua, por favor - ordenó con dulzura. Sólo asentí con vergüenza e incomodidad, sacando una botella de agua y acomodando un vaso limpio en la barra. Al tenerlo preparado, se lo dí - Gracias - sonrió. Era una mujer muy guapa, aunque llevara esos extravagantes labios rojos y sus ojos marrones perfectamente pintados, podía deducir que esa mujer era con y sin maquillaje bella.

- ¿Cuántos cobras? - le murmuró el hombre en el oído. Aún así, pude escucharlo por su ronca y excitada voz.

- Ciento cincuenta por hora - contestó con sensualidad, acabando sus leves movimientos.

- Hazme el favor, cariño. Lo necesito... - pidió repartiendo suaves besos por el hombro de ésta. La joven mujer que parecía rondar los veinte y tantos años se levantó de su regazo. Luego él.

- Acompáñame... - le hizo señas con su dedo índice.

Fueron desapareciendo entre las personas hasta llegar a una puerta de roble oscuro, allí, los perdí definitivamente de vista. No me había dado cuenta, pero me quedé ensimismada con todo lo que presencié. Tanto había entrado en ese trance que ni siquiera me percaté de la presencia a mi lado. Uno de mis compañeros miraba esa puerta con asco y repulsión, me sobresalté al encontrarlo bufando, secando con fuerza un vaso.

- ¿Estás bien? - pregunté en un murmuro que llegó a escucharse por él. El chico rubio me miró como antes miraba la puerta. Yo solamente, lo visualizaba sin sentimiento.

- Perfectamente - respondió tajante.

- Entonces no desafíes a una puerta.

- No... - se frotó la frente con sus dedos - No estaba desafiando a la puerta... - me contestó con desdén.

- Lo que tú digas - me encogí de hombros.

Volvió a bufar sonoramente, para luego, desaparecer por una puerta a mi derecha.

Aquella noche fue tranquila. Estuve sirviendo algunas copas más y me largué sobre las cinco de la madrugada hacia la residencia. Hice todo el silencio posible desde que pasé la primera entrada, quitándome a cinco metros, como máximo, los tacones. Crucé descalza el jardín delantero, sintiendo el frío sobre mis pies. Como un ninja abrí la puerta con lentitud, dejándome pasar al interior. Por fin esa maldita calidez y el agradable olor a limpio de la mañana que estuvimos todos limpiando. Subí las escaleras con el mismo ritmo, escuchando un pequeño crujido. Recé mentalmente para que nadie se diera cuenta. Finalmente, llegué a mi habitación en cuestión de segundos. Guardé los tacones debajo de la cama, coloqué el abrigo negro en el armario y me desvestí con rapidez, sintiendo como todo mi cuerpo se congelaba. Al tener el pijama puesto, me escabullí entre las frías sábanas, quedándome dormida al instante.

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