Callado como un ratón.

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PEETA.

La encargada de la cafetería iba a terminar pidiendo una investigación sobre mi elevado consumo de natillas. Eso o acabaría poniéndome algún apodo ridículo. 

Espera. Ya lo ha hecho.

— Hola, Natillas. ¿Lo de siempre esta noche?— me preguntó con una sonrisa burlona pero dulce.  

Asentí y pagué las natillas y la botella de agua, luego volví al ascensor.

Me había acostumbrado a la rutina de la chica de la habitación 307 a o largo de la semana anterior. Solía estar dormida a las once, cuando ya me podía colar sin que nadie se diera cuenta para dejarle el pequeño dulce de chocolate y lo viera a primera hora de la mañana. 

Había empezado como un único incidente aislado. Esa noche, cuando la vi lamerse el chocolate del dedo, me sentí como si hubiera visto algo humano por primera vez desde hacía años. Era una locura si se tenía en cuenta donde trabajaba. De entrada, los hospitales eran un sitio donde la humanidad y la compasión alcanzaban las cotas más altas. Las vidas de la gente que amabas o de cualquier paciente acababan en manos de otra persona y se generaban todas las emociones básicas imaginables: el miedo invencible, el amor eterno, la alegría insuperable y el dolor desgarrador. Todo cabía en un único paquete desordenado.

Entre las paredes de ese hospital había visto de todo, pero ya no sentía nada. Me había vuelto inmune. 

La muerte de Madge había actuado como una bomba atómica para mi psique. Había arrasado todas las emociones hasta que dejé de ver nada. Supongo que alguien lo podría calificar como sobrecarga emocional.

Cada paciente del que me ocupaba no era más que un rostro sin emoción que me llevaba al siguiente.

La única razón por la que estaba allí era Madge. No tenía nada que ver con ocuparme del siguiente enfermo ni con relacionarme con la familia de esa persona. Ya no era capaz de recordar lo que era sentir. 

Y de repente vi a esa chica que comía unas natillas sin cuchara como si no tuviera ninguna preocupación en el mundo, como si estar ingresada en un hospital no importase. En ese instante, experimenté la levísima sensación de algo distinto al dolor. 

Y desde entonces, le había suministrado lo necesario para que siguiera con esa costumbre. 

No sabía cuánto tiempo lograría mantener aquella farsa o si podría seguir sin que me pillasen, pero era el único momento del día que no estaba teñido de distintos tonos de gris sin emoción. 

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Era el ejemplo perfecto de sigilo con una copa de natillas metida en el bolsillo. 

Crucé el umbral en silencio, sin hacer caso del hecho que parecía un acosador al acecho, y entré en la habitación a oscuras como si tuviera que hacer algo.

Trabajaba allí, así que podía haber decenas de razones por las que tuviera que entrar en la habitación de un paciente. 

Dejar allí un pequeño manjar de chocolate probablemente no era una de ellas. 

Como muchas otras veces antes, procuré no demorarme, pero cada visita, me costaba más y más. 

La primera noche que decidí hacerlo, había dejado la copa con rapidez. Había entrado y salido sin ni siquiera mirarla. 

Pero luego la conocí. Entré en su habitación y estuve cara a cara con la chica que me llevaba a traficar natillas de noche. Era tímida, llena de gestos torpes y carentes de práctica. Era tan diferente de las chicas sofisticadas y refinadas con las que había crecido. Incluso su nombre era raro. 

Vivir (Evellark)Where stories live. Discover now