El gran misterio de las natillas.

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KATNISS.

Esa mañana no tuve que pasar lista. En menos de un segundo, mis pequeños tímpanos captaron el suave susurro del oxígeno que me estaba bombeando. Abrí los ojos parpadeando y llevé a mano a los tubos de plástico que tenía en la nariz. Fruncí el ceño de inmediato. Ya tenía la nariz reseca y escamosa por el puñetero tubo.

Qué asco.

Odiaba dormir así. Era incómodo, desagradable y me ponía de mal humor, pero puesto que mi respiración no era precisamente la más adecuada, me había puesto oxígeno por la noche.

Lo bueno es que al menos, en días así tenía máquinas y monitores disponibles.

La cosa podía ser mucho peor, y cuando me daba cuenta de que me deslizaba hacia la amargura, siempre procuraba recordarme ese pequeño detalle. Si hubiera nacido medio siglo antes, nunca habría llegado a salir del hospital. A lo largo de mis veintidós años, ya me había quejado bastante. Había llorado hasta quedarme dormida más veces de las que era capaz de recordar. Había discutido con mi pobre madre. Le había suplicado e implorado mientras me llevaba al hospital para otro tratamiento más.

Pero a pesar de todo ello, mi parte racional y realista era consciente de algo muy importante: tenía la tremenda suerte de seguir viva.

Había tenido suerte de nacer en un siglo con tecnología avanzada y en un país con doctores experimentados que podían tratar mi enfermedad y me ayudaban a llegar a mi siguiente cumpleaños. Sabía que, sin ellos, no hubiera vivido tanto. Mi vida siempre sería una batalla ardua y, aunque nadie podía afirmar qué me depararía el futuro, sabía que era afortunada por haber vivido hasta ahora. La longevidad no estaba garantizada en mi caso y hacía mucho tiempo que lo había aceptado, mucho antes de lo que nadie debería, pero era mi realidad, mía y de nadie más.

Llevaba tantas visitas y estancias en el hospital que ni siquiera me molesté en llamar a una enfermera para que me ayudara y cerré el oxígeno por mi cuenta. Me saqué los tubos, inspiré profundamente y me limpié la nariz. Odiaba la sensación que me quedaba en las fosas nasales después de haber respirado toda la noche a través de esas cánulas.

Me desperecé un poco y miré rápidamente a mi alrededor. El último libre de mi madre estaba otra vez en su silla, olvidado junto a un jersey. En una mesa cercana había una taza vacía. Busqué mi diario. Había escrito hasta bastante tarde.

Fue entonces cuando lo vi. Había una copa de natillas de chocolate — con una cucharilla — en una bandeja al lado de mi cama.

Escudriñé de nuevo a mi alrededor, como si las paredes del hospital fueran a darme la respuesta. No lo hicieron, y me rasqué la cabeza, confundida.

¿Cómo había llegado eso hasta aquí?

Era idéntica a la copa de natillas que me había tomado la noche anterior.

Me la comí anoche, ¿verdad?

Mi mente retrocedió hasta la velada anterior.

Me quedé tendida en la cama con las zapatillas puestas viendo una reposición de "New Girl" para entretenerme un rato. El doctor Haymitch había cumplido su promesa y me habían servido una ración doble de postres. No solo me dieron dos trozos de pastel de zanahoria, también me llevaron una pequeña copa de natillas de chocolate. Me había guardado esa pequeña delicia para el final.

Cuando se llevaron la bandeja, me di cuenta de que les había dado la cucharilla junto a el resto de los cubiertos, así que no tenía nada con lo que comerme las natillas. Me quedé sentada contemplando las natillas durante un rato mientras decidía si de verdad quería molestar a las ya de por sí atareadas enfermeras o si me esperaba. Entonces recordé lo que había pasado a lo largo del día y el hecho de que se suponía que debía sentirme cómoda en mi propia cama, así que decidí abrir la tapa y empezar a comérmelas como fuera.

Vivir (Evellark)Where stories live. Discover now