Cambios.

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PEETA.

Era mi cumpleaños.

Cumplía veinticuatro. Espera, ¿eran veinticinco?

Mierda, eso debería saberlo.

Habían pasado tres años desde el accidente. Habíamos ido a California para celebrar mi cumpleaños, pero ese viaje solo sirvió para hacer añicos todos mis sueños y destrozarme por completo. Desde entonces no me importaban lo más mínimo los cumpleaños ni celebrar nada.

Hacía tres años que la había perdido.

Supuse que eso significaba que cumplía veinticinco años.

Feliz cumpleaños, Peeta.

Cuatro años atrás, el día que cumplí veintiún años, me pasé la noche yendo de bar en bar y de club a club con mis hermanos de fraternidad, gastando el dinero como si este no fuese a acabarse nunca, y en ese momento, así era.

- Sal a pasarlo bien - me había dicho mi padre.

Y eso fue exactamente lo que hicimos. No recuerdo ni la mitad de lo que sucedió esa noche. Lo único que recuerdo es que me pasé la mañana siguiente con la cabeza metida en la taza del váter mientras Madge me ayudaba a recuperarme.

En el lado opuesto de las cosas, iba a pasarme la noche de mi veinticinco cumpleaños cambiando sábanas mojadas y repasando gráficas médicas; con algo de suerte, dispondría de quince minutos de malgastar junto a la máquina de refrescos.

Tal vez esta noche podría tirar la casa por la ventana y comprarme una barrita de Milky Way.

Llevaba dos años trabajando en el Memorial Hospital de Santa Ana como auxiliar de enfermería, que básicamente es un vigilante venido a más que tiene que pasar pruebas y ganarse certificados. Había empezado como un simple bedel. Una mujer comprensiva de Recursos Humanos, Portia, se había apiadado de mí después de verme recorrer los pasillos de hospital durante semanas. Se dio cuenta de que no me marcharía de otro modo, así que me ofreció el puesto de conserje, y le dije que sí de inmediato. Cuando incluí mi licenciatura en Empresariales por Princeton en el formulario, alzó un poco una ceja, pero no me preguntó nada. Cuando le rogué por motivos personales que no constase mi apellido en la placa identificativa que llevamos en el uniforme, alzó un poco más la ceja, pero me entregó mi identificación y me indicó que me pusiera a trabajar.

Apenas había salido del hospital desde entonces.

Tenía un pequeño apartamento al otro lado del pueblo, donde dormía entre turnos y comía de cualquier manera, pero el hospital era donde me pasaba la mayor parte de las horas que estaba despierto. Hacía extras y asumía turnos de más cuando la gente necesitaba días libres, todo con el objetivo de quedarme entre esas paredes.

Era el único hogar que tenía desde hacía tiempo.

Lo cierto es que no he vivido de verdad desde aquel día, hace tres años, cuando entré en este hospital con la cara llena de sangre gritando el nombre de Madge una y otra vez desesperado porque ella recuperara la consciencia. No funcionó en la sala de reanimación, ni en los días horribles que siguieron a continuación. He recorrido estos pasillos vacíos sin ella desde entonces, persiguiendo su fantasma por las esquinas y por los corredores en un vano intento de solo existir.

No podía vivir cuando mi motivo para hacerlo había muerto.

Me paré frente a la máquina expendedora, saqué el cambio que llevaba en el bolsillo hasta obtener la cantidad exacta para mi cena de cumpleaños. Metí una a una las monedas en la ranura, pulsé la combinación correcta de botones y esperé a que la chocolatina saliera y cayera al fondo. Se oyó un impacto seco cuando se estrelló y me apresuré a agacharme para recogerla.

Vivir (Evellark)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora