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Mis piernas comenzaron a temblar, mi mente se atascó de pensamientos

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Mis piernas comenzaron a temblar, mi mente se atascó de pensamientos. Puente.

El anciano de Suelo Muerto, el alcalde de la ciudad se llamaba Servilleta Puente, él había hospedado en su casa a Yunque, Ceto, a Mirlo y a mí. Aquella noche nos había contado que cerca de la antigua civilización desaparecían licántropos y que unas de las misteriosas víctimas habían sido sus dos hermanos: Estéreo Puente y su hermana Cuerda Puente. También Servilleta había mencionado que unos extraterrestres quisieron secuestrarlo cuando era pequeño pero que él había sobrevivido porque los notó a tiempo. Lo habíamos tomado por loco, pero siempre tuvo razón.

Aunque no venían de otro planeta los secuestradores, venían de las entrañas de este. A sus hermanos lo raptaron los humanos y llevaban prisioneros casi toda una vida.

—¿Dónde está Cuerda? ¿Dónde está su hermana? —interrogué al anciano, aferrando con mis manos los barrotes desconchados de la jaula.

No me respondió. Sus ojos estaban perdidos en un recuerdo al que yo no podía llegar.

—Estéreo ¿Dónde está tu hermana?

—Ella murió. Quiso escapar. Se quemó. Había tanta plata. Yo no tuve el valor de tratar. Tenía miedo. No pude escapar —contestó como si nada.

Él anciano alzó los ojos, los tenía casi ciegos, los párpados se le caían de tan arrugada que tenía la piel.

—¿Vas a llevarme a casa? Mis padres deben estar preocupados.

—¿Tus... tus padres?

—Sí.

—Estéreo ¿Qué edad tienes? ¿Cuánto tiempo crees que pasó?

—No sé —Se recostó nuevamente sobre la planchuela metálica que era el suelo y no volvió a mirarme a los ojos—. Años ¿Un año? —preguntó pensativamente—. ¿Cinco? ¿Veinte? ¿Cuarenta? ¿Sesenta? ¿Ochenta? ¿Cien? ¿Mil? ¿Milcien....

Siguió contando en voz baja años que ni siquiera la tierra había vivido.

Sentí nauseas al pensar que los humanos habían encerrado a Cuerda y Estéreo por años enteros para ser ratas de laboratorio. Me habían mentido una vez más, mis amigos no eran los primeros licántropos en bajar a la ciudad. A eso se había referido Víctor al decir que estaban investigando antes de que yo llegara. Habían traído antes a otros como yo... como mis amigos. Los secuestraban, experimentaban con ellos para tratar de dar con una manera de ser inmunes.

De repente caí en la cruel idea de terminar con todo e incendiar el lugar, pero ya no podía. Eso significaría matarlos a ellos. Mi plan era destruir ese subsuelo, pero ahora debía prenderlos fuego en vida para aniquilar los medicamentos de los humanos. Negué con la cabeza. Tendría que sacarlos de ahí, eran mis iguales, mi gente, no ratas de laboratorio o animales.

El tiempo. No tenía tiempo. Me volteé hacia Víctor que estaba plantado en mitad del pasillo, llorando, sus mejillas morenas se hallaban completamente empapadas. Él era humano, como yo, pero todavía no estaba acostumbrado a tanta crueldad.

—¡Busca unas llaves! ¡Vamos a sacarlos de aquí! ¡Anda!

Vic asintió y su cabello ensortijado se sacudió rítmicamente. Como niño obediente comenzó a revolver cajones por allí, a trepar estanterías y derrumbar cajas de medicinas. Inspeccioné la cerradura, no era electrónica, ni mecánica, funcionaba a la antigua: con llaves. Bufé. Saqué un alambre que me había traído del basurero y había usado de correa para cargar el bidón de gasolina y comencé a forzar el cerrojo.

—Eh, todos los que están en las celdas. Vamos a sacarlos ¿Sí? —alcé la voz para que me oyeran—. ¿Alguien me escucha?

Empecé a buscar entre los cadáveres, mientras continuaba concentrado en la cerradura.

Una de las prisioneras más jóvenes alzó la mirada, se movía torpemente, parecía drogada, debía de tener veintitantos, dejó caer el cuerpo contra los barrotes y me observó escéptica. Sus ojos eran verdes y estaban contorneados por dos bolsas oscuras de ojeras, la habían rapado sin miramientos por lo que tenía algunas partes del cráneo lampiño y otras no. Aun así, era hermosa y alzaba la barbilla como si nada, ni ese encierro, pudiera quietarle un poco de suficiencia y dignidad. Tenía alma de luchadora, como Mirlo.

Tragó de forma ruidosa, como si masticara algo, tenía la boca seca. Estaba sentada en la celda, encorvada, con los hombros caídos hacia delante, como si fuera una muñeca de trapo.

—¿Qué haces? —preguntó con la voz áspera y afónica, ella también no hablaba hace mucho tiempo.

Seguramente los humanos les prohibían hablar o dirigirse la palabra entre ellos, los trataban como bestias inútiles. Apreté los dientes.

—Los sacaremos de aquí.

—Vete —gimió cerrando los ojos y girando la cabeza para otro lado como si le doliera.

—No...

—No puedo volver a casa —se lamentó.

—Sí que puedes, todos nos iremos hoy —Meneé con la cabeza ante las protestas de ella y me concentré en la cerradura.

—Ninguno puede, mejor sal ahora.

No le respondí.

Abrí la jaula del anciano, la reja emitió un sonido chirriante que lo sentí como trompetas entonando una canción de victoria, sonreí presa del nerviosismo. Me volví hacia ella y comencé a forzar su cerradura, introduciendo el alambre y tratando de girar los pestillos. Ella me contempló del otro lado de la celda, un poco más optimista con los ojos menos entornados, se veía extraña bajo la luz roja, como si no fuera ni humana ni licántropo.

—¿Cómo te llamas? —preguntó con interés.

—Hydra Lerna —contesté.

—Yo soy Piano. Piano Moto —me dijo y aferró con sus manos los barrotes, tenía la piel de los nudillos abierta como si hubiera golpeado la pared como entretenimiento—. A mis padres les gustaba la música y me llamaron así —comentó, no sabía si porque estaba desesperada por entablar contacto con alguien, si siempre era de hablar en momentos inapropiados o si ya estaba un poco loca. Humedeció sus labios—. ¿Cómo llegaste aquí?

Oprimí los míos como si quisiera que ninguna palabra escapara y sacudí la cabeza imperceptiblemente. No podía contar eso, cada vez que recordaba mi error, la manera en que había ayudado a los humanos sentía una furia infernal apoderándose de mí.

—Ya casi no puedo oír nada Hydra, no sé si tienes miedo —sus ojos estaban llorosos.

No entendí lo que dijo, pero continué concentrado en su cerradura. Víctor estaba llorando muy fuerte, buscando a la desesperada una llave.

—Tranquilo, Víctor —grité desde mi lugar para que me oyera—. No pasa nada, ya los sacaremos. Ven conmigo, olvida la llave —Mi voz no sonó tan tranquilizadora como lo pretendí, se oía cargada de miedo.

—¡Hyd! —gritó él.

—Hydra —me advirtió Piano, observó alarmada algo detrás de mí y se arrastró con agilidad hasta las sombras de su celda.

Lo que veía la amedrentaba.

Volteé.

La ciudad de plataWhere stories live. Discover now