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 Soñé que estaba en la barca con Mirlo

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 Soñé que estaba en la barca con Mirlo. Ella me miraba como si fuera un misterio, estaba más hermosa que nunca, tanto que no la reconocí. Ella se sacaba el traje de una forma provocativa, hasta que su voluptuoso cuerpo desnudo deslumbraba como un paisaje. Sabía lo que pretendía, yo le decía que moriría si lo hacía, pero se echaba a reír dulcemente.

 Se arrojaba al mar quieto de la caverna, y nadaba en sus aguas oscuras, flotaba, como si estuviera en el borde del infinito. Su cabello azabache se fundía con la oscuridad del agua, su piel pálida resaltaba como pétalos sobre un féretro. Le gritaba que subiera, pero ella me sonreía y me decía que nunca podría alcanzarme.

 Se sumergía en las profundidades donde la esperaban Ceto y Yunque, podía ver sus cabezas sumiéndose en la oscuridad, apartándose de mí. El barco donde estaba se alejaba de ellos y una luz lo inundaba todo.

 Cuando desperté estaba en una cama cálida.

 La cabeza me dolía horrores, sentía como si hubieran incrustado un clavo candente, al rojo vivo, entre las cejas. Traté de incorporarme, pero todo me dio vueltas, abrí mis ojos, ardieron, había una habitación con posters y dibujos en todos lados. Cerré los ojos.

 —Trata de no moverte —me aconsejó una voz suave.

 —¿Mirlo? —pregunté, pero no pude ver nada.

 Sabía que Mirlo no tenía la mejor voz del mundo, pero era condenadamente perfecta para mí, como si hubiera nacido sólo para oírla hablar. Sin embargo, la chica que me habló no era ella, lo sabía hasta sin mirar. Cerré mis puños y apretujé las sábanas en mis manos, oprimiendo los dientes para contener el dolor. Rechinaron. Traté de levantarme otra vez.

 Un par de manos me tiraron hacia abajo, entre las sábanas que contenían mi calor, estaba sudando y mis músculos permanecían agarrotados como si hubiera estado días sin usarlos. Cada fibra de mi cuerpo ardía como fuego.

 —Toma, bebe esto —me aconsejó, colocaron una mano en mi nuca y con la otra me vertieron en la boca un líquido avinagrado—. Te ayudará con el dolor.

 Cerré los labios y traté de ladear la cabeza, pero unas manos me cogieron de la barbilla, con los dedos separaron mis labios y continuaron derramando la sustancia líquida en mi boca. Tosí, me atraganté, volví a toser y me recosté de lado, tratando de alejarme de ella, pero me encontraba débil y esa persona giraba mi cuerpo como quisiera.

 —Tranquilo, Dan —me dijo la voz y me acarició circularmente la espalda.

 —No... están construyendo armas —murmuré—, no pueden usarlas contra los licántropos, no saben a lo que se enfrentan, morirán. Si los retan a una pelea ellos los matarán, si salen a la superficie en son de paz será diferente... no...

 —¿Pero qué disparates dices? —me preguntó la chica.

 Tenía que decirle a mis amigos, debía decirles que los humanos tenían armas para luchar contra los licántropos, una vez que descubrieran la forma de ser inmunes. Ellos no aparecerían pacíficamente en el mundo exterior. Los licántropos eran diplomáticos, pero entre sus normas existía la costumbre de que si alguien te retaba a pelear, tú respondías. Y eso harían. Se desataría una guerra si veían las armas; y no había ninguna máquina o escopeta que les ayudara a vencer a los lobos. Moriría la raza humana, de una vez por todas. En su tonto intento de defenderse los humanos se matarían.

La ciudad de plataOù les histoires vivent. Découvrez maintenant