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Estaba en Gornis, friendo unas hamburguesas en la plancha que emitía un chispeante sonido al calentar el aceite

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Estaba en Gornis, friendo unas hamburguesas en la plancha que emitía un chispeante sonido al calentar el aceite.

Todo el mundo tiene problemas, algunos sufren porque desearían tener más belleza o que no se sienten conformes con el cuerpo que tienen. Conforme. Nunca me había importado algo tan raro como la conformidad. Vivir enfermo en un mundo de gente sana, para mí eso no existía porque, a pesar de que meditaba en todo, no pensaba en las cosas negativas, era como si las barriera bajo una alfombra.

Nunca había sido normal y eso lo sabía, ni física ni mentalmente. Lo único normal que tenía era una novia, porque la gente común se enamora y tiene una pareja. Ella ponía en orden toda mi vida.

También las personas sufren porque no tienen dinero, porque no pueden viajar o no pueden vivir la vida de fiesta en fiesta, porque deben trabajar o dedicar horas de su juventud a estudiar una carrera universitaria. Yo sabía que todo eso nunca lo tendría así que me limitaba a ignorarlo, como al resto de las cosas. Todo el mundo tiene problemas, incluso yo que desatendía lo que me pasaba.

Pero como existen los problemas, también existen las maneras de desaparecerse del mundo un ratito.

Muchas personas aspiraban a grandes cosas en la vida como ser presidentes, empresarios, tener un gran trabajo o ser alguien, pero yo era más simple. Estaba en mi paraíso arreglando autos o componiendo los platillos más grasosos de todo Mine. El universo se ordenaba cuando estaba encerrado en esa pequeña cocina, asando carne para gente carnívora.

Oía el sonido chispeante del aceite, el murmullo de los clientes, el olor a productos de limpieza que emanaba el suelo y los pasos de Mirlo. Era un universo en orden, diferente al resto y cuando estaba ahí el resto de las cosas desaparecían.

Habían pactado la ejecución para el anochecer, bien entrada la madrugada. Había tanta gente en Gornis que no había tenido oportunidad de hablar con Mirlo y narrarle las cosas que me habían pasado, como la pelea con Neso que todavía le cobraba a mi cuerpo espasmos dolorosos. La ejecución había hecho que muchos pasearan por las afueras de la ciudad.

Tibia y Tiara estaban sentadas detrás de la caja registradora, escuchando mi versión de la historia y mi inquietud sobre la segunda carta; aunque sólo nosotros trabajábamos allí ese lugar siempre era visitado por miembros de la manada Betún.

Tiara le aligeraba el trabajo a Mirlo llevando la contabilidad del lugar, pero hacía rato que alguien no se iba del restaurante, Tibia estaba engullendo algo que parecía un panecillo de chocolate, depositaba sus manos en la endurecida y firme barriga y oía con atención.

Ambas tenían casi la misma edad, Tibia tenía treinta y Tiara veintitrés. Eran muy amigas porque casi se habían criado juntas, aunque eran enemigas antes de unirse a la manada; nunca me habían contado por qué se odiaban antes de llegar a Betún.

—Diablos, Hydra —comentó Tibia buscando con la mirada algo más que comer—. Debes ayudar a esos humanos.

Solté la espátula y fui por la licuadora para prepararle un batido.

La ciudad de plataWhere stories live. Discover now