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Delante había un pequeño estacionamiento con el suelo de barro allanado y cubierto de hojas, generalmente estaba vacío, pero ese día había filas de vehículos dispuestos a ser reparados

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Delante había un pequeño estacionamiento con el suelo de barro allanado y cubierto de hojas, generalmente estaba vacío, pero ese día había filas de vehículos dispuestos a ser reparados. Un claro de cien metros rodeaba el taller mecánico que habíamos construido, ellos vadearon la estructura y fueron a la parte de atrás: al cementerio.

 Los autos que no podíamos reparar y todas las demás máquinas o artículos de la ciudad que se averiaban iban amontonarse y oxidarse en aquel paraje. El aire olía a oxido, humedad, agua podrida, lodo añejo y ratas.

 Raquíticas y robustas pilas de chatarra se erizaban al cielo y delineaban los caminos en aquel valle metálico. Algunos vehículos tenían la pintura desconchada, los que se encontraban en la cima de las montañas estaban desteñidos por cantidad de horas expuestos al sol y los de la base conservaban la chapa inflada por la humedad. Los árboles crecían entre la basura como si no le temieran a nada, sus raíces se contorsionaban para aplastar la chatarra y la luz en ese lugar era casi nula.

 De noche era un abismo de oscuridad y obstáculos, pero como los licántropos podían ver sin necesidad de luz, era tradición de la familia que cuando sentías tu transformación o entrabas a la manada te llevaran a cazar allí, donde se escondían todo tipo de animalillos.

 Nos habían llevado a Ceto, Yunque y a mí cuando éramos niños. Ceto y Yunque habían ido lloriqueando porque querían regresar a sus casas y les valía madres la tradición de una manada a la que no querían pertenecer. Yo siempre había sido un niño reservado, me daba igual en la manada que estaba porque desde la muerte de papá no podía ser feliz.

 Me había alejado del grupo, pero había sido el primero en cazar una rata porque había construido una trampa con cuerdas y comida, como no podía ver en la oscuridad, ni oír bien, había utilizado siete espejos que reflejaran la trampa sucesivamente, cada uno me permitía observar el panorama desde lejos.

 Cuando había regresado con mi presa todos me habían felicitado, incluso Cuarzo y Tibia que para entonces eran dos adolescentes enamorados. Me había sentido parte de algo, algo desastroso e imperfecto, pero, a fin de cuentas, completo. Fue el primer lugar donde empecé a ser feliz otra vez.

 Me pregunté por qué Cet y Yun me llevaban allí.

 Ambos enfilaron hacia una camioneta de carga, su parte trasera estaba cubierta por una lona. La camioneta era roja y tenía dos ruedas desinfladas, los vidrios estaban salpicados de barro, lluvia y cubierto de pelo u hojas. Estaba comenzando a oxidarse, pero era uno de los automóviles destartalados que en mejor estado se encontraba, sus asientos todavía no estaban rasgados o húmedos; a veces tomaba siestas en su interior.

 —Ya ¿A qué va esto?

 —A que te queremos —contestó Cet trepándose, anclando sus pies en la rueda de la camioneta y doblando la lona, apartándola como una sábana.

 —Ya ¿Y a qué va eso?

 Yun descargó un baúl de metal, era muy antiguo, tenía grabado algunas insignias, eran imagines históricas que ornamentaban la superficie, labrados como lobos aullando a la luna o humanos siendo desgarrados por bestias. Aquellos tallados demostraban que el cofre era de principios del nuevo mundo, Betún estaba lleno de reliquias, ese cofre lo recordaba de mi niñez, era donde Circo, cuando no tenía tantas canas, apoyaba sus piernas para leerme cuentos.

La ciudad de plataOnde histórias criam vida. Descubra agora