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 Me había cansado de la gente del hospital así que cuando estaba en una conferencia que hablaba de seguridad y unidad me vino una idea en mente: fugarme

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 Me había cansado de la gente del hospital así que cuando estaba en una conferencia que hablaba de seguridad y unidad me vino una idea en mente: fugarme.

Me levanté para ir al baño, rezando en mi interior a Khepri, un dios que seguro los humanos ya no adoraban, que hubiera una ventana allí. Era divertido rezar, pero no creía que Khepri de verdad me concediera una ventana, los licántropos tenían ideas diferentes de religión, ellos rezaban por el mero hecho de no sentirse solo, de conectar con fuerzas espirituales misteriosas o con sus verdaderos yos. Como había sido criado por esa especie tenía la misma noción de dioses.

Por suerte, había una ventana y desembocaba a un estacionamiento del hospital, y más allá, después de unos edificios apiñados, había un campo de cultivo. Estaba tan lejano que se veía como una cinta verde en el horizonte. Corrí la ventana hacia la izquierda, noté que había dos pisos de caída, bufé. Eso para un licántropo sería como saltar tres escalones, pero a mí me rompería un hueso. A la izquierda, amurado a la pared, había un tubo de drenaje.

Era todo o nada.

Me senté sobre el alfeizar, me deslicé hacia el caño, me aferré con las manos y me resbalé por él. Le agradecí mentalmente a Milla por todo el entrenamiento de montañés que me había dado y le debía una disculpa porque siempre le había reprochado que saber escalar o descender de una cuerda no me serviría de nada en la vida real.

Traía mi mochila y en ella el rifle-espada, pero no lo necesitaba así que lo dejé colgando de las correas. Me puse la capucha y caí en la cuenta de que mi ropa no sintética o metálica destacaba un poco. Tenía que verme como los nativos. Me dirigí hacia uno de los camiones que gravitaban lejos del suelo, su base zumbaba y despedía una extraña luz. Pasé una mano debajo como si saludara a alguien, pero no había hilos como solían tener todos los trucos que hacía Remo. Ese camión literalmente se suspendía ingrávido, más allá de no contar con ruedas era exactamente igual a un vehículo de mi mundo.

Me subí a él y busqué en el interior algo que ponerme, pero no encontré nada. Cerré la puerta, corrí hacia el otro, inspeccioné su interior y encontré un piloto de plata hasta los talones. Me lo puse encima, agarré mis cosas y me fui por un callejón que bordeaba el hospital.

Rápidamente me zambullí en la muchedumbre de los humanos que hablaban alegremente en las calles y circulaba un aire festivo. Cables de electricidad o con prendas mojadas colgando, se suspendían por encima de mi cabeza. La calle donde me encontraba era pequeña, había charcos de agua en el suelo, estalagmitas y puestos improvisados que vendían todo tipo de alimentos humeantes o artículos extraños.

Me sentía como un extraterrestre entre ellos, como el Marinero del Cielo, el protagonista de una canción de niños que siempre me cantaba Rudy. El marinero de esa melodía, era arrancado del mar para asistir de tripulante en un avión y él lloraba porque añoraba las masas de agua que jamás podría volver a ver. No quería ser un azafato. Mientras les daba indicaciones a los pasajeros de cómo abrochar sus cinturones veía el mar debajo, lejano, pero ahí estaba, fulgurando sus destellos azules como si le hiciera señas de luz a un viejo amigo.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora