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 Antes de irme fui por mi mochila, agarré uno de los comunicadores a larga distancia y le mostré a Cet que me lo llevaba sacudiéndolo por encima de mi cabeza

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 Antes de irme fui por mi mochila, agarré uno de los comunicadores a larga distancia y le mostré a Cet que me lo llevaba sacudiéndolo por encima de mi cabeza.

 Él estaba sentado en el suelo, frente de la banda, observando a los músicos y escuchando la melodía. Se había cansado de socializar o de que lo ignorarán y estaba prestando atención a la banda. La gente lo rodeaba como si fuera un león furioso. Los antebrazos descansaban sobre sus muslos, la luz de las antorchas que habían plantado lo iluminaban y volvían su piel cetrina de un tono cálido. Me observó perezosamente, asintió, levantó un pulgar deseándome suerte y se concentró nuevamente en la armoniosa banda.

 Fuimos alejándonos cada vez más de la fiesta mientras el presidente Arno Mayer hablaba muy entusiasmado. Se lo veía como un niño en su cumpleaños o como un asesino frente a su víctima. Llevé una linterna en la mano para luchar contra las penumbras del campo de roca que rodeaba la ciudad.

—Estamos muy felices de que llegaras por fin —comentó tan dichoso y chispeante que parecía que estaba a punto de darme un beso, largó una risotada—, seguro te preguntarás cómo dimos contigo.

—Me pregunto tantas cosas que esa es la que menos me inquieta —sinceré, escondiéndome el comunicador entre el pantalón y mi espalda baja.

—Nosotros solo podemos captar la señal de una estación de radio de su raza, aquí abajo estamos un poco aislados. Especialmente es la emisión 103.7, tiene apartados de política, entretenimiento e incluso medicina o descubrimientos científicos, que no son muchos. A la mañana dicen las noticias más nuevas, además de emitir una música asquerosa —Largó una risilla—. Ellos leyeron su artículo, señor Lerna: el primer humano entre lobos —hizo un gesto circular con su mano como si adelantara varios acontecimientos—. E inmediatamente nos pusimos en contacto con usted, luego de eso.

—¿Qué le sucedió a sus mensajeros? —pregunté.

Eso borró la sonrisa del rostro carismático del señor Mayer, meneó la cabeza, juntó las manos y escondió sus labios como si quisiera comérselos. Dudó. El camino de regreso a la ciudad era oscuro, y el haz de mi linterna a duras penas erradicaba las tinieblas de las rocas.

—No les permitimos regresar. Fueron tres las personas que se ofrecieron voluntarias para la tarea, un matrimonio y su hijo. Se llamaban Rebeca y Adam Carnegie y el hijo tenía unos veinte años, Dan. Él era el mejor amigo de mi hija.

Me asombré, pero no se lo demostré al presidente, no sabía que eran tres los humanos que circundaban cerca de mi casa, en las entrañas del bosque, una familia. Personas que se querían y darían la vida por el otro, eso me hizo sentirme culpable de alguna manera como si le debiera algo a la familia Carnegie.

Dan.

Esa era la persona que había mencionado Deby en el barco.

—Ellos sabían que iban a contagiarse al salir —continuó informándome Mayer— y que tenían un noventa y tres por ciento de posibilidades de morir bajo el virus de la licantropía. Sólo contaban con un siete por ciento de probabilidad de convertirse en licántropos y de todos modos, si lo lograban, no podría regresar a la ciudad. El señor Adam Carnegie murió a la hora de dejarte la carta, y la última vez que nos comunicamos con Rebeca fue hace más de cuatro días. No sabemos nada del hijo, pero creemos que corrió la misma suerte, tal vez antes que sus padres.

La ciudad de plataWhere stories live. Discover now