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  Arrastré los pies hacia mi habitación, sintiendo cómo comenzaba a perder el control sobre mi cuerpo

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  Arrastré los pies hacia mi habitación, sintiendo cómo comenzaba a perder el control sobre mi cuerpo. Veía borroso. Me tumbé en la cama, aún tenía el frasco de pastillas en mi mano. No sabía qué narcóticos tenía, la inscripción estaba en inglés. Sentía el plástico duro y cilíndrico. Estaba repleto. Si me las tragaba podía acabar con todo.

Estaban ahí, en exceso eran veneno. Podía matar el sufrimiento, podría matarme a mí.

Podía consumirme, por mí, sólo por mí y para mí. Sería el propio testigo de mi asesinato, él que jalaba el gatillo, el que recibía recibía la bala y el que gritaba piedad junto con el rugido de la recamara.

Era como si me desafiara, como si las píldoras me retaran a hacerlo «¿Qué puede ser peor?» decían.

Después de todo, nunca había sido un admirador de la idea de vivir, nunca había disfrutado de nada. O eso creía. Porque tumbado en esa cama, encerrado y solo, me daba cuenta de que en mi anterior vida era feliz, era verdaderamente dichoso de vivir con mi familia, de tener un hermano, una novia y un amigo, de trabajar reparando autos y completar la jornada siendo chef de comida rápida.

Era una vida mediocre, en eso siempre había tenido razón, pero lo mediocre es el paraíso. Había gozado cada segundo. La mediocridad es lo que más se disfruta porque al fin de cuentas, una carcajada o una sonrisa es la misma si se produce en el interior de un auto de camino al trabajo o en un avión privado de camino a tierras del trópico. Un beso dado apasionadamente en la profundidad del bosque, sobre la cajuela de un auto, era el mismo beso que se puede dar en una mansión, en el borde de una piscina.

Porque la mediocridad se puede disfrutar más que lo especial. Lo inigualable de la vida ordinaria era que la compartía con personas excepcionales, singulares y únicas.

Tal vez por eso el comentarista de la radio había dicho que los humanos piensan diferente, tal vez porque los humanos nunca saben qué piensan o sienten. Siempre había sido feliz y no lo había sabido, Dan Carnegie siempre había amado la Ciudad de Plata y no lo había sabido hasta que salió y quiso regresar.

Dan Carnegie había regresado a la ciudad que lo impulsó a su muerte. Pero no estaba muerto.

Él estaba con un frasco de píldoras en mano pensando si valía la pena consumirse rápidamente, no ser carbón y vivir su vida como él quería. O más precisamente vivir los últimos momentos de su vida como se le antojaban: con un frasco de píldoras colapsando su cabeza y un montón de revelaciones mudas que jamás podrían ser contadas.

Pero Dan Carnegie nunca había elegido bien, era más de cometer errores, por eso, en lugar de beber todas las pastillas, esa noche, decidió vivir.

Kathie entró con una computadora en la muñeca. Se acostó conmigo en la cama, me miró, las sábanas blancas navegaban entre nosotros como si flotáramos en un mar. Como no estaba drogada se movía más rápido que yo y no podía protestar. Ella desplegó la pantalla holográfica de su computadora.

La ciudad de plataDonde viven las historias. Descúbrelo ahora