CAPÍTULO UNO.

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Narra Jake.

—¡JAKE SULLIVAND! ¡Voy a matarte!

—Hola Rose —saludé con una sonrisa arrogante— ¿Puedo ayudarte en algo?

—Eres un maldito, ¿se puede saber por qué te metiste con Taylor? —La miré confundido— Está llorando porque ni siquiera te dignaste a dejar una nota cuando te largaste esta mañana después de haberte acostado con ella

Ah, sí. Recuerdo haber pasado una buena noche con aquella pelinegra.

Pero a mi ya no me servía para nada.

Solo para molestar a Alice.

—No me importa Rose, dicen que llorar es bueno. Déjala.

La furia de sus ojos me atravesó y me preparé para lo que venía.

—Eso es muy rastrero hasta para ti —murmuró entre dientes.

Sus manos se cerraron en puños.

Respiró hondo.

Conto hasta diez en voz baja.

Cerré los ojos yo.

Y me esperé para aguantar el puñetazo, como un campeón. 

¿Un campeón cerraría los ojos, Jake?

Cierto. Como una nenaza.

Sin embargo, ese puño que tantas veces había aterrizado en mi cara, esta vez no llegó.

Miré a Alice interrogante. Ella me miraba tranquila. Parecía que se había calmado.

¿Pero cómo?

A lo mejor estaba en sus días.

—¿Qué te pasa, Rose? ¿No me vas a pegar? —pregunté sonriéndole.

Ella entrecerró los ojos y frunció el ceño. Alice Thompson era conocida por su ira incontrolable y sus fuertes puñetazos. La miré fijamente a los ojos. Parecía diferente, cómo si esta vez nadie fuese capaz de romper su tranquilidad.

—Odio que me llames por mi segundo nombre, Sullivand —murmuró arrastrando las palabras con pesadez.

Bufé irónico.

—Yo odio que me llames por mi apellido,  niñita consentida —dije con retintín.

Quería picarla.

Quería que explotara.

¿Quería que me pegará? Tal vez.

Quería que nos mandarán a detención juntos como la otra vez.

Ver sufrir a esta rubia enana era mi pasatiempo preferido.

—¿Tu papi no te enseñó modales? Debes siempre tratar bien a una señorita —me explicó con sorna.

—No veo ninguna por aquí —comenté molesto.

Se había metido en terreno familiar y eso no podía soportarlo.

Odiaba cuando alguien se metía en mi vida.

—Tu papá te educó bastante mal si te soy sincera, ¿estaba ocupado con la secretaría? —pinchó donde más me dolía y ella lo notó— Al parecer al pobre Sullivand, lo abandonaron como si fuera un cachorro. Deberías aprender a comportarte.

Cerré los ojos fuertemente evitando hacer alguna locura.

—¡Y TU DEBERÍAS APRENDER A CERRAR LA BOCA! —grité furioso—. Tú no sabes nada —farfullé entre dientes—. No te metas en mi vida.

—¡PUES NO ME DA LA GANA! —gritó ella visiblemente molesta— ¿Y tu si te puedes meter en mi vida? Vamos Sullivand, a esto podemos jugar los dos, si tu papá fue un cerdo no es mi culpa, si tú eres un sensiblero tampoco es mi culpa, nene.

—No te metas en mi vida Alice Rose Thompson —dije seco.

—Me meto donde quiero y cuando quiero, ¿me oyes? Tu nunca me prohibirás nada

—¡TE DIGO QUE NO TE METAS EN MI VIDA JODER! ¡NO SABES NADA! —le grité acercándome a ella.

Me miró entre sorprendida y asustada. Levanté los brazos para llevarme las manos a la cabeza y ella retrocedido varios pasos.

¿Pensaba que le iba a pegar?

Recordé por un momento que estábamos en el pasillo y la gente nos miraba. El profesor de álgebra se acercaba a nosotros. Ahora no soportaría escuchar sus teorías de los números y sus cosas aburridas.

Me dirigí a la puerta del principal. Esta mocosa no tenía ni idea. No me conocía y no podía meterse en mi vida. 

La miré frío por última vez antes de salir por la puerta.

—Sullivand, no te pongas así —me llamó asomándose a la puerta—. Tenemos clase ahora no puedes irte —Yo ya no la escuchaba—. ¡Sullivand! ¿Eres tonto? Vuelve aquí ahora mismo Sullivand, pedazo de engendro neandertal, si no vuelves ahora iré a arrancarte la cabeza.

Sus palabras y amenazas solían sacarme una sonrisa. Esta vez no.

Solo pensaba en una persona. Ni si quiera se le podía considerar así,  mucho animales son mejores que él. Por más que intentaba quitármelo de la cabeza no podía. 

Me monté en la moto y arranqué. Esperaba que con paseo se me pasase. Aceleré todo lo que pude. Pensé en Alice, en cómo le grité. Ella no tenía la culpa de que ese fuera un asco de persona. 

Intenté poner la mente en blanco. Sin embargo, no funcionó y cada vez estaba más furioso. Apreté las manos hasta que mis nudillos se pusieron blancos.

Solo podía pensar en él. En mi padre.

Tal para cual.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora