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Ocho cero cinco de la mañana y mi segunda semana de empleo en la torre madre del conglomerado Brockmann, comenzaba.

La verdad es que había llegado a ese lugar por mera casualidad. 

Buscaba empleo desesperadamente y mi vecina Leila dijo que buscaban a alguien que se hiciera cargo de la correspondencia en su trabajo. No dudé en aceptar. Las cosas no estaban como para ponerme quisquillosa al respecto.

Había comenzado a estudiar enfermería en la universidad de Columbia y acababa de completar el penúltimo año de carrera cuando a mi padre le habían diagnosticado un cáncer pulmonar que estaba haciendo estragos tanto en él, como en mi familia.

Él era nuestro sustento económico y perder esa cómoda estabilidad, solo significó una cosa. 

Abandoné el último año de universidad para conseguir dinero y así permitirle a mi madre dedicarse exclusivamente al cuidado de su amado esposo. No podía comportarme como una maldita egoísta en ese momento, mucho menos cuando mi familia me había transformado en todo lo que era y les debía mucho más de lo que pudiese darles en la vida. Así que pospuse mi sueño de ser enfermera hasta nuevo aviso y trabajé en cualquier cosa que resultara. Fui mesera por un tiempo, cajera en un supermercado y hasta estatua humana en las calles. Todo por ellos.

Estaba cansada de eso del mundo artístico callejero, que más bien suponía un peligro inminente para mi seguridad y justo cuando pensé que tendría que regresar, por no encontrar ningún otro tipo de empleo, Leila me ofreció esta oportunidad a la que evidentemente no me pude negar.

La primera semana había sido realmente estupenda. Si bien es cierto no era nada parecido a ser enfermera, la gente era amable y lo mejor de todo era que podía ayudarles a sentirse mejor de otra manera. Entrar en sus oficinas moviendo el esqueleto mientras decía sus nombres y les entregaba sus cartas y paquetes, los hacía sonreír y como dice mi padre, aun lidiando con su cáncer: "Una sonrisita hace bien para el alma, cariño".

Y este día no iba a ser una excepción, aunque como ya era mi segunda semana, algo más de confianza había, así que esta vez, había llevado refuerzos.

Kelly, la encargada del correo me dio las primeras entregas de la mañana que iban directo a la unidad de comunicaciones, mi lugar favorito del edificio porque solían colaborar con eso de mi alboroto matutino y me dirigí hasta allí, pero no sin antes ponerme un sombrero de vaquera de esos de cumpleaños de niños y poner en mi celular a todo volumen la canción "Timber" de Kesha y Pitbull. 

Entré a aquella sala haciendo galas de mis mejores movimientos de cowboy y tomé el primero de los sobres.

— ¡Jessica! —exclamé leyendo el destinatario. Una mano se alzó sobre los cubículos, al que me dirigí mientras bailaba y los mismos de siempre reían a carcajadas mientras el resto aplaudía o bailaba.

— ¿Carl? —dije al tomar el segundo sobre y repetí la misma acción.

Por cerca de dos minutos, ese lugar se había inundado de felicidad y buena energía. Nada mejor para comenzar el duro primer día de la semana.

Mi padre me había enseñado desde niña que la alegría se contagia y que no importa lo mal o triste que estés, siempre debes sonreír. 

"Nunca sabes cuando alguien puede enamorarse de tu sonrisa" Eso decía para terminar la frase, pero al menos yo, lo hacía sin esa esperanza. Me bastaba con la idea de mejorarle el día a las personas que me rodeaban.

Pensaba en lo graciosa que me veía y en lo poco me importaba hacer el ridículo y reírme de misma, cuando de pronto todos dejaron de reír, bailar o aplaudir, aunque la música seguía sonando. Me pareció extraño, pero nada evitaría que cumpliera mi objetivo, así que seguí bailando como una loca sin preocupaciones hasta que solo el ultimo compás de la canción me permitió detenerme.

Sobre mi Cadáver  [TERMINADA]Where stories live. Discover now