—Buenos días, princesa —dijo Jesse depositando una bandeja en mi regazo.

—¿Qué es todo esto? —pregunté aún algo somnolienta, mirando la bandeja repleta de comida.

Allí había cupcakes y bombones de chocolate, jugo de naranja y dos tazas de café, también había rodajas de pan y frasquitos de mermelada de frutilla y dulce de leche. Todo decorado en color rojo.

—La pastelería de enfrente estaba haciendo un servicio especial de desayunos y me pareció buena idea darte uno —respondió, sentándose a mi lado, ligeramente culpable—. Espero que no sea demasiado.

—No... Es adorable. Gracias, mi amor —contesté inclinándome un poco para darle un beso—. Pero tendrás que ayudarme a terminarlo, yo no puedo comer todo esto.

—Si insiste, señorita —dijo tomando la taza de café.

Aquella mañana nos quedamos en su departamento, comiendo golosinas y viendo películas románticas de los ochenta. En compensación al desayuno, yo fui la encargada del almuerzo y preparé su nuevo plato favorito: milanesas a la napolitana.

Por la tarde nos arreglamos y salimos a nuestra cita. Quizás no era necesario ya que hasta hace un momento yo andaba por su mono-ambiente con nada más que mi ropa interior y una remera suya. Pero sentía que, poniéndome un bonito vestido de verano, ondulando mi cabello y maquillándome hacía aquel día un poquito más especial.

Teníamos bastantes horas antes de que la obra comenzara su función de las ocho, así que aprovechamos ir a recorrer lugares bonitos de la ciudad. Fuimos al museo de arte Caraffa e hicimos un picnic en el parque Sarmiento a la orilla de un pequeño lago.

Allí le entregué mi regalo. Era una idea un poco tonta y cursi, un álbum que no solo tenía fotos que nos habíamos sacado juntos desde que él había llegado a Argentina, sino también algunas capturas de chats y mensajes que nos hemos enviados durante todos nuestros años de amistad, y también había cartas y mensajes de amor para que él las viera una vez que haya vuelto a España.

—Sé que no se compara a lo que vos me diste, pero...

—Es hermoso, Cele —respondió viendo maravillado aquel caótico collage—. El solo pensar en todo el esfuerzo que le has puesto hace que quiera besarte.

—¿Y por qué no lo hacés? —dije con una sonrisa pícara.

Jesse me besó y él mundo desapareció por completo.

—Te amo —susurré contra sus labios.

Todo era perfecto, o al menos hasta que fuimos a la función especial de Romeo et Juliette y las cosas comenzaron a alborotarse un poco.

La obra de teatro fue espectacular, maravillosa. Las actuaciones, la música, los bailes. Y cuando llegaban las canciones, todos aquellos que la conocían las cantaban. Ese musical era todo lo que está bien en este mundo.

Jesse, como el niño rico que mostraba ser a veces, había conseguido lugares en primera fila de El Teatro del Libertador, tan cerca de todo. Tan cerca del apuesto Romeo y la bella Julieta... ¡y Mercucio! El Mercucio de esa versión hacía que me derrita en mi asiento.

Pero entonces, cuando comenzaron a cantar Les rois du monde, una de mis canciones favoritas, noté que Jesse miraba fijamente a una de las bailarinas. Tenía la expresión de alguien que acaba de ver a un fantasma. Confundida, seguí sus ojos hasta toparme con una morena vestida de azul, una Montesco. Su ondulado cabello negro seguía grácilmente sus movimientos sensuales y alegres, y sus labios rojos le daban pícaras sonrisas a sus esporádicos compañeros de baile.

Las canciones de CelestinaWhere stories live. Discover now