Capítulo II. Vieja amistad

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—Ya lo ves, soy escultor. Estoy haciendo lo que siempre he querido —dije como si ni yo mismo me creyese lo que acababa de afirmar.

—Me alegro por ti. De verdad —dijo con un tono apagado, observando el entorno. Su expresión delataba la inquietud que sentía allí encerrado. Hubiese sido mejor llevarlo al jardín. Yo tampoco me sentía cómodo dejando que viera mi espacio personal. Era la primera vez que sentía, en el fondo, que tal vez tenía un problema, que mi vida no era tan satisfactoria. Aunque estuviésemos peleados, su opinión era importante para mí.

Entonces suspiró y volvió a dirigirme la mirada.

—¿Y cómo te encuentras? Dime la verdad.

Sus ojos azules me escrutaron y me sentí presionado y expuesto. El reflejo de la ventana me mostraba un hombre acabado, con la piel cansada y los párpados hundidos bajo una mata de cabello que semiocultaba su rostro, y una barba dejada tras la que se escondía de sí mismo. ¿De verdad mostraba tan mala imagen?

—Estoy bien. —Me encogí de hombros—. No me puedo quejar. ¿A qué has venido? Tengo mucho trabajo que hacer.

David cogió su taza de té y miró el líquido sin intención de bebérselo. Pensé que estaba meditando si debía mandarme al parque o no. Probablemente era lo que me merecía.

—Gabrielle y yo vamos a ser padres —dijo sin despegar la vista de su taza—. Quería que lo supieras.

La noticia me dejó sin palabras. Me hizo pensar en cómo de rápido había pasado el tiempo. La última vez que los vi éramos tres jóvenes con veintidós, recién titulados y con ganas de comernos el mundo. Pensé que cuando terminara mis estudios de ingeniería militar mi vida daría un vuelco y la independencia económica me permitiría vivir bien. Él y Gabrielle llevaban juntos desde los dieciséis, pero los tres éramos amigos desde los ocho años. Y ahora con treinta y cuatro nuestras vidas se habían establecido: ellos iban a tener un hijo, a pesar de que Gabrielle siempre decía que no tenía pensado ser madre; yo, en cambio, ¿qué había conseguido? Habían pasado doce años de mi vida carentes de sentido.

—Enhorabuena. Ahora vete de mi casa.

David dejó su taza sobre la mesa con un golpe seco y el té se derramó por los bordes. Ahí se le había acabado la paciencia. Me miró con la mandíbula apretada y presionando las cejas contra sí, para que viera lo enfadado que estaba.

—Me da igual cómo te pongas, no pienso pedirte disculpas por lo que dije porque lo hice por ti, y me enerva que no seas capaz de verlo. Sabes que esa persona te estaba hundiendo la vida. Yo te defendí hasta la muerte. Si no hubiese sido por mí, te habrías suicidado tú en vez...

—Vete, no me interesa. —Me afané en salir de la cocina y señalarle el camino hacia la puerta. Por fuera me mantuve sereno, pero me encontraba a punto de perder los nervios.

—No me pienso ir de aquí hasta que no aclaremos las cosas.

—Está bien, quédate aquí.

Agarré con firmeza mi bastón y me dirigí al taller. Escuché su silla arrastrarse por el suelo de la cocina y los pasos de David acercándose a mí.

—No hemos terminado de hablar. —Se puso frente a mí y cruzó los brazos.

—Yo sí. —Intenté apartarlo de mi camino, pero me cogió del brazo. Lo miré desafiante. Él mantenía su ancha presencia invadiendo mi espacio. Y continuamos enfrentados hasta que le dije:

—Me haces daño.

Y entonces David me soltó, pero no se apartó de mí. Y con su frente a medio palmo de la mía, continuó:

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