La cueva de cristal

955 67 19
                                    

Estaban corriendo por sus vidas. De nuevo... y esa era una escena que volvía a repetirse con regularidad en la vida de Merlín desde que había ido a vivir a Camelot. Había ocasiones en las que se preguntaba en qué rayos había estado pensando su madre al mandarlo al mismísimo sitio en donde ser mago era un pase seguro para la horca. Sin embargo, no podía culparla a ella por lo que estaba pasando en ese momento ni tampoco por lo que había acontecido todas las veces anteriores. En ese momento, el que tenía la culpa de todo era Arturo por querer ir justo ese día a cazar y no querer llevar a nadie más que a él de ayudante. El príncipe había asegurado que su sirviente era suficiente porque hacía él sólo tanto ruido como toda una tropa. Y, por supuesto, como el Destino no podía de haberlo dispuesto de otro modo, se metieron en problemas; en el camino se toparon con un grupo de bandidos que no tardaron en reconocer al heredero de la corona y no dudaron ni un segundo en ir tras ellos para asesinarlos.

La desventaja en cuanto a números era demasiado obvia por eso Arturo y él habían hecho lo más lógico: correr.

Y allí estaban, esquivando árboles, moviendo sus piernas a toda velocidad, saltando sobre las raíces y las rocas, corriendo en zigzag en un intento vano de despistarlos y así perderlos. Cada cierto tiempo miraban hacia atrás tan sólo para comprobar que la distancias entre ellos y su muerte no era demasiado larga. Tenían los músculos adoloridos de tanto correr y el aire se escapaba de sus labios en rápidos jadeos.

— ¡Apresúrate, Merlín!—le gritó el príncipe cuando notó que estaba quedándose atrás.

Merlín intentó no gemir de dolor mientras obligaba a sus piernas a andar con más prisa pero al mismo tiempo intentando ser cuidadoso de no tropezar. Por suerte, doblaron en un inmenso árbol y encontraron un desnivel en el suelo. Arturo le hizo una seña y ambos se ocultaron ahí, con el corazón latiéndoles a gran velocidad.

— ¿Los hemos perdido?—preguntó Merlín sin aliento, dejándose caer en el húmedo suelo del bosque.

Arturo miró por encima y no los vio. Sonrió con completo orgullo cuando miró a su sirviente.

—Te dije que huiríamos de ellos.

— ¿Estás seguro?—preguntó Merlín también mirando, mostrándose más inseguro.

— ¿Por qué nunca confías en mí, Merlín?—inquirió con molestia Arturo.

Los gritos y sonidos de pisadas le advirtieron que no los habían perdido realmente. Ambos miraron hacia adelante y vieron con horror que ellos ya se habían dado cuenta en dónde se encontraban. Compartieron una mirada de pánico antes de salir a correr nuevamente en cualquier dirección.

— ¡Vamos! Por este camino.

— ¿Hacia dónde vamos?

—Confía en mí—fue todo lo que le dijo el príncipe antes de seguir andando.

Se detuvieron unos segundos en un sitio plagado de inmensas rocas que era mucho más altas que ellos antes de seguir andando. Arturo parecía buscar algún sitio donde esconderse y a Merlín no le quedó más opción que seguirlo. Sin embargo, en ese trayecto, el mago se detuvo de repente, como si sus pies se hubiesen quedados pegados en el suelo.

— ¡Arturo!—lo llamó con alarma.

El príncipe se volteó a ver la expresión de pánico de Merlín.

— ¿Qué estás haciendo? ¡Vamos!—corrió hacia él y lo tomó del brazo para arrastrarlo consigo.

Los pies de Merlín volvieron a andar pero la alarma que sonaba en el centro de su cabeza había aumentado su volumen. Frente a ellos dos enormes estatuas de grandes reyes se alzaban, de roca antigua, talladas a mano por cientos de hombres. Las plantas enredaderas habían hecho su camino en ellas, extendiendo sus raíces en el interior, pero aun permitiéndoles mostrarse imponentes. Era una especie de advertencia.

La Princesa de CamelotWhere stories live. Discover now