El sacrificio de una vida

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Camelot.

Uther era un hombre serio, responsable y fiel a su reino. Ser rey de Camelot nunca fue un trabajo fácil pero era para el que había sido criado y lo afrontaba ahora con la cabeza en alto. No había nada más importante, a su modo de ver, que Camelot y su permanencia en el tiempo siendo uno de los reinos más ricos e importante de todos los tiempos. Por eso había sido crucial darle un heredero, alguien quien pudiera seguir sus pasos y se convirtiera en un poderoso monarca como él. Sin embargo, en su desesperación, había tomado decisiones equivocadas y ahora se enfrentaba a las consecuencias. Intentaba no llorar aunque el dolor que sentía era profundo. Sabía que nadie cuestionaría su momentánea debilidad dada la situación pero era debilidad al fin y al cabo y no podía permitirse el lujo de verse de ese modo. Sus enemigos podrían aprovecharse de la oportunidad creyendo que Camelot se encontraría indefensa, con un rey inservible, y eso era un error. Le dolía. Mucho. La agonía de la pérdida perforaba su corazón sangrante, dejándolo con pocos ánimos de respirar pero no bajaría la cabeza. Debería hacer, como siempre, sacrificios.

-Mi lord... ¿Quiere ver a sus hijos?

Negó sin siquiera pensarlo. No los negaba a ellos; todo lo contrario. Había deseado tanto un hijo y ahora había descubierto que había sido bendecido con dos: un niño y una niña. Los amaba a pesar de que no había puesto sus ojos ni una sola vez en ellos. El problema era que ahora se encontraba demasiado sensible, demasiado perturbado. Tenerlos en sus brazos podría romper la única cuerda que sostenía su máscara de seriedad y si eso sucedía temía ponerse a llorar como un chiquillo desconsolado.

-Están completamente sanos-siguió diciendo el galeno-Son fuertes y animosos. Incluso creo que compiten por ver cuál de los dos grita más fuerte. La niña tiene una marca en su espalda, detrás de su hombro, con forma de luna nueva, como su madre.

Uther sonrió con tristeza. Era una bendición su llegada. Una trágica bendición. Su nacimiento producía una sensación agridulce dentro suyo.

-Gracias, Gaius. Son buenas noticias-murmuró-Ahora... Quiero estar solo.

El hombre asintió y se marcho de la gran sala para dejarlo solo con sus pensamientos.

Arturo, sería el heredero. Había sido el primero en nacer y, por encima, era hombre. Su hermana sería coronada princesa y pretendía criarla como tal. Quizás algún día podría llegar a desposarla con algún hijo primogénito de otro reino y así añadiría buenos lazos a Camelot. Pensar en ese próspero futuro hacía que su ánimo subiera; pero no duró mucho puesto que pronto recordó la razón de su congoja. Su mujer. La reina de Camelot. Su esposa había fallecido por su culpa.

Aunque quizás no fuera toda suya, puesto que gran parte de ésta correspondía a esa maldita bruja y a su asquerosa magia. Siempre había pensado que esos poderes especiales que tenían muchas personas no le acarrearían más que problemas pero en su desesperación había creído que quizás la magia podría concebirle su gran deseo. Debería de haber supuesto que esto no sería más que un engaño.

Nimueh. ¡Maldita!. La maldeciría una y mil veces si pudiera. Era una traidora. ¿Cómo pudo haber confiado en ella alguna vez? ¡Era una bruja! Su magia era la carga que la condenaría al infierno.

-¿No estás feliz?

Los ojos de Uther se alzaron rápidamente hacia la mujer. Hermosa, siempre joven y letal. Sus poderes le permitían aparecerse sin hacer ningún sonido y sin la necesidad de anuncios. Era escalofriante.

-¡Tú lo sabías!-la acusó con rabia-¡Sabías que mi esposa iba a morir!

Ella tuvo la desfachatez de mostrarse sorprendida por la acusación.

La Princesa de CamelotWhere stories live. Discover now