Capítulo 70: Come On and Dance

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Durante el transcurso de esa inolvidable noche de enero de 1982, en la que la pasión fluyó por nuestros poros como un torrente inagotable y nos demostramos mutuamente nuestro amor hasta el punto de llegar a un clímax que pareció jamás acabar, la realidad pareció detenerse por varias horas que parecieron siglos. Quizá en algún momento de esa extensa madrugada recubierta en oscuridad, abrí mis ojos ciegos y me encontré cara a cara con algo que no creía, con un sentimiento que no esperaba, con alguna desilusión o algo inesperado en las tinieblas. Pero inmediatamente el calor y la ternura volvían a envolverme cuando esa figura tan reconocible se inclinaba y volvía a colocar sus labios sobre los míos, en un gesto tan fraternal como inexplicablemente único. Porque yo sabía muy bien que quizá nuestro amor no durara para siempre. Que tal vez en un futuro, en una aurora similar a esta, nos encontráramos yaciendo en brazos de diferentes personas y con otros aromas en nuestros cuerpos fatigados y que ya las marcas de afecto no corresponderían al otro sino a alguien nuevo. Y que, si la suerte no nos acompañara para siempre, terminaríamos por olvidar el rastro que el otro había dejado en nuestras vidas, que desaparecería como la arena sobre la playa o como los besos sobre la piel. En ese entonces ya no seríamos los niños que (a pesar de nuestra madurez temprana, por razones enteramente diferentes) aún emulábamos. Quizá nuestros rostros comenzaran a mostrar los primeros indicios de laxitud. Quizá su abundante cabello negro estuviera atravesado por alguna hebra grisácea, como un rayo en la oscuridad. Quizá mi mirada ya no fuera tan brillante. Y quizá mis recuerdos selectivos se negaran a registrar la existencia de ese muchacho, que tantos años atrás me había dado tantas alegrías.

Ambos sabíamos que eso podía llegar a pasar. Y por eso deseábamos exprimir este amor al máximo, darnos todo del otro, hacerlo sentir seguro y amado para que ninguno de los dos jamás pudiera olvidar del todo. Para que, en el caso que sucediera lo peor, los recuerdos no desaparecieran, sino que quedaran en el fondo de la mente, como un juguete viejo en el baúl, que servirían cuando alguno de los dos estuviera triste y recordara épocas y momentos más felices. Quizá fuera algo melancólico de pensar a la joven edad de quince años, pero era lo que aspirábamos en caso de que el destino decidiera que no podíamos estar juntos por siempre. En caso de que la justicia cruel fallara a nuestro favor... Pues, permaneceríamos juntos hasta el día de nuestras muertes. Al menos así lo pensaba yo, quizá en un futuro lejano. Juntos. Saliendo a caminar, tomándonos de las manos, yendo a bares, viendo el surgimiento de un nuevo milenio. Lo que sea, pero siempre al lado de él. Porque jamás podría negar la enorme influencia que había tenido Saul en mi vida. Él había sido mi primer amor, mi primera experiencia sexual, la primera persona por la cual había decidido darlo todo, incluso más que lo que había dado por mi madre y mi hermana en mi niñez. Saul, el primero de todos y el único. Saul, mi único y gran amor. El joven de adorables rizos por el cual, en el transcurso de esa noche, me entregué sin pedir nada a cambio y le juré entregarle todo mi amor hasta que la lluvia parara, las estrellas cayeran del cielo y el mundo nos envolviera nuevamente en una oscuridad asfixiante, arrepentido de alguna vez habernos dado la vida.

Mis sentidos regresaron a mí alrededor de las once de la mañana (según indicaba el aparatoso reloj de pared, que de vez en cuando dejaba caer su monótono tic tac al silencio que imperaba en el ambiente). Mis ojos se abrieron con lentitud, pesados, soporíferos, siendo inmediatamente cegados por las luz que surgía de detrás de una raída cortina blanca. Volví a cerrarlos, cubriéndose mis pupilas de tinieblas. Parpadeé unas cuantas veces, me masajeé las sienes. Finalmente, pude mirar. Mi vista, aún semidormida, divagó por los rincones de esa habitación que tanto conocía y que nada nuevo me ofrecía. Sin embargo, al observar mi lado del colchón, la vista latosa tomó color y una sonrisa asomó a mis labios.

A mi izquierda, despatarrado sobre la cama, estaba Saul. Su largo cabello, esos abundantes rizos que tanto adoraba acariciar, se derramaban sobre la almohada mientras suspiraba, tranquilo, en sueños. Su pecho desnudo subía y bajaba con lentitud, y sus labios gruesos estaban entreabiertos para revelar de vez en cuando unas palabras al azar para luego volver a sumergirse en las telarañas de sus visiones oníricas. No pude evitar sonrojarme, casi sin quererlo, solo con su visión. Todo en él era completamente hermoso: Las largas pestañas que cubrían sus ojos pardos y brillantes, sus piernas largas y morenas enredadas en las sábanas blancas, esas pequeñas manchas de vello juvenil que cubrían sus abdominales y sus piernas, los rasgos púberes que ya comenzaban lentamente a desaparecer. También noté un pequeño detalle: Ya no se veía tanto como un niño. Recordé, con una sonrisa en el rostro, aquellas aventuras que habíamos compartido en nuestros días de pre adolescencia, siendo ambos unos niños (porque sí, eso éramos) de apenas 14 años. Ahora él ya tenía 16. Pronto cumpliría los 17 años de edad...Para algunos estados de nuestro país, él ya era (o sería pronto) un adulto responsable de sus acciones, tan alejado de ese prototipo infantil que yo había visto en su momento. Y yo no estaba lejos, teniendo en cuenta que pronto cumpliría...

War in the Jungle (GUNS N'ROSES) #HairRock #GNRAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora