Capítulo 57: Indian Summer

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Luego de nuestra boda, ese momento tan tierno en el que ambos sellamos para siempre la eternidad de nuestro amor que había dejado de ser adolescente para convertirse en real, luego de ese preciso momento, el tiempo nos embaucó.

Sí, tal como lo he dicho. Mi certeza no se debe a un repentino acceso de confusión ni a una combinación imprecisa de tiempos y formas. No, se debe a la experiencia que he acumulado en este ya largo tiempo de estadía en Los Ángeles. El año pasó como un rayo en el medio del desierto: injustamente inadvertido, pero feroz como el rugido de un león solitario en la llanura africana, que sabe que nadie lo oirá pero que el firmamento infiel sentirá en sus carnes las vibraciones de su ira y que ha depositado en el éter inacabable una promesa de venganza, de valentía de corazón puro que no menguará ni aunque pasen muchas lunas. En esos días de descontrol conspicuo y de tristeza oculta, de llantos desmelenados y de risas sin principio ni final, de regueros de sustancias infernales y de ambrosías venidas del paraíso, yo finalmente encontré la felicidad. Y no podría ser menos, luego de un año entero en esta jungla de concreto que me asfixió entre sus edificios y calmó mis llantos, refugiándome en lo más hondo de su ser de metal y cálido fuego de neón para que nadie oyera mis prolongados sollozos por la falta de libertad.

El año pasó. No puedo usar otra palabra para definir lo que fue 1981. Literalmente fue el año más infernal de mi corta vida hasta entonces, superando con creces al anterior récord de 1980. Puede ser que no hubiera escapado de un orfanato, pero sí conocí a Cliff Burton, tuve semanas fuera de cualquier tipo de control, pasé un tiempo con Metallica, me enamoré de Saul y vi el rostro de Jesús reflejado en las olas de la playa que lame el mar. Experimenté cosas que jamás creí que experimentaría en la vida, descollé cualquier tipo de expectativa y me alcé victoriosa sobre el campo de batalla que configura todos los días de mi vida, prevaleciendo como la gran estadista que soy y sintiendo que al fin podía ver el rostro de Marte, y sentir a los cuervos de Odín que se alejaban al fin sin picotear mis carnes.

Al principio no me pareció extraño que los días se deslizaran como una procesión de fantasmas eclipsados por la luz. Es que cualquier tipo de incomodidad o perturbación en mi actual línea de pensamiento era empañada por una profusa y profunda felicidad, que me afectó al punto de no permitirme tener en cuenta lo que sucedía a mí alrededor. Y todo eso era causado por la presencia de Saul, mi nuevo e inmortal amor perpetuo. Fueron unos meses muy alocados, dominados por una súbita influencia dulce y emocional que parecía sacada de un libro de leyendas de Bécquer. Fuimos al parque y a la pista de motocicletas, salimos al Whisky y al Rainbow, bebimos café y nos despedimos del alcohol como de un viejo amigo, tomamos helados de mil esencias de cacao, acariciamos perros callejeros para contagiar la inmensidad de nuestro amor, nos sentamos a mirar un cielo reventado de estrellas, mecimos las aguas lisérgicas con la punta de un palo para encontrar tesoros escondidos en las profundidades, buscamos serpientes en los cañadones del desierto, dimos paseos en bicicleta y nos caímos más de una vez, nos tiramos sobre el pasto solo para observar el acto de amor de las arañas. Nos escondimos y nos volvimos a encontrar mil y una veces bajo el sendero de las sábanas, dejando una ristra de símbolos en la piel ajena solo para remarcar la pertenencia y el amor que sentíamos hacia el otro, que ahora nos excedía y nos deformaba, transformándonos en simples curvas y espacios (como los de un extraño sistema solar) que giraban alrededor de la otra persona buscando continuamente un pequeño gesto de cariño, para luego estallar en una supernova al recibirlo.

Nos uníamos, nos desuníamos y nos volvíamos a unir. Nuestras pieles vibraban, erizadas. Nuestros labios buscaban el rocío y se separaban en risas toscas. Y cuando al fin llegaba el momento cúspide y nos fundíamos en un abrazo que casi no parecía tocar fin, en ese momento yo sabía todo en el universo. En ese minuto tan próximo como lejano, tan cercano como inalcanzable y brevísimo, pude ver el nacimiento de Dios y la primera flor que alegró el suelo gris, los astros brillando nuevos y la luz haciéndose una con el universo y la oscuridad que tanto le atraía. Pero eso solo fue un segundo, y luego me hallaba recostada sobre la cama, con Saul besando tiernamente mi cuello y mi cuerpo aún temblando bajo los efectos de las actividades recientes, como el tallo de una rosa al viento.

War in the Jungle (GUNS N'ROSES) #HairRock #GNRAwardsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora