Mágicas criaturas. Parte I

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Las  luces se encendieron de pronto y entonces la vi

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Las luces se encendieron de pronto y entonces la vi.

La muchacha que habían capturado los soldados en las ruinas, estaba de pie en el escenario. Sus hermosos rasgos eran inconfundibles y, en ese momento, aquellos atributos iban en sintonía con su vestuario. Llevaba puesto un vestido que parecía confeccionado con pétalos; incluso la falda era similar a una corola invertida.

Cadenciosos acordes fluían de sus musicales labios y llenaban la atmósfera, al tiempo que una parvada de aves se posaba en las ramas bajas de los árboles cercanos, conformando una polifónica orquesta.

En escena también había entrado un joven de cabellos largos y finos, como hebras de plata. Su tez era clara y sus ojos diáfanos, como espejos de agua. Vestía un traje bordado con lentejuelas en forma de escamas, las cuales cambiaban de color cuando las luces se refractaban sobre ellas.

Empezó una danza al son de los trinares, provocando que las diminutas gotas de rocío se desprendieran de la vegetación circundante y flotaran hacia el escenario. Una esfera acuosa comenzó a formarse. La misma se fue alargando poco a poco, transmutando en una figura humana, y continuó definiéndose, hasta adoptar la apostura femenina.

La dama de agua era capaz de imitar los movimientos del bailarín, por lo que ambos nos deleitaron con fantásticos giros y sincrónicos pasos.

Cuando la música cesó, la danza se detuvo y las aves volaron nuevamente al bosque, mezclándose con la foresta. También la chica de agua se desintegró, dejando un pequeño charco que la tierra absorbió con avidez.

Los únicos actores de carne y hueso se despidieron, al tiempo que la multitud estallaba en aplausos.

Minutos después tuvo protagonismo un pequeño hombrecito, aún más minúsculo que el presentador.

Aquel pintoresco personaje hipnotizaba con su indumentaria, decorada con cientos de fulgurantes gemas.

Cogió una flor silvestre y, deslizando su mano sobre ella, la transformó en una joya de idéntico formato.

Acto seguido, tomó algunas rocas del suelo y las depositó en una bolsa vacía. Comenzó a remover su interior, indicando que lo haría tres veces. Al sumergir la mano por última vez, para retirar su contenido, reveló ante los espectadores una fina gargantilla de piedras preciosas.

El público festejó jubiloso el truco del gran alquimista.

Más tarde el escenario fue ocupado por Brian, el joven del tren de cabello granate.

Estaba uniformado con atavíos fabricados con pámpanos enlazados entre sí, y en la cabeza lucía un sombrero engalanado con plumas anaranjadas.

Comenzó a tocar un instrumento, un clarinete, y las plantas circundantes vibraron, como si acabaran de despertar de un profundo letargo. Los siguientes acordes provocaron que un añejo roble extendiera sus ramas y alzara, con sus fuertes brazos leñosos, al músico, que pronto desapareció entre el follaje.

El compositor regresó trayendo consigo un peludo animalillo, una ardilla pequeña. El roedor corrió hacia las gradas y tomó la pañoleta de una mujer, que estaba sentada en la primera fila, entregándosela al artista. El mismo la mantuvo percutiendo en el aire, suspendida, como si flotara sujeta únicamente por sus notas musicales. Poco a poco, los filamentos de la tela cambiaron, convirtiéndose en hebras de fina hierba.

Pero el espectáculo no terminó ahí.

El muchacho continuó tocando su instrumento y algunas de las enredaderas que abrigaban el suelo se irguieron, envolviendo al joven por sus piernas; subieron hasta la cadera, sujetándolo con más ahínco, para elevarlo al fin por los aires.

Desde lo alto siguió entonando sus canciones, hasta que se perdió entre las copas de los árboles, para después caer sobre el lomo de un inmaculado corcel alado. En compañía del Pegaso, el músico se alejó volando hasta perderse en el místico bosque. 

Místicas Criaturas. El RefugioWhere stories live. Discover now