El Imperio

1.2K 267 102
                                    


¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Recordaba poco de lo ocurrido

¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.

Recordaba poco de lo ocurrido. Tenía imágenes inconsistentes, fragmentos difusos. Los zumbidos y el sabor ferroso habían desaparecido y el dolor de la mejilla era soportable.

Ya no me encontraba en la fábrica, sino dentro de un carruaje que estaba estacionado frente a un portón de ornamentales hojas, engalanadas con adornos de oro macizo. El mismo interrumpía una muralla que se extendía hasta donde la vista alcanzaba.

Podía afirmar que aquel daba acceso a las tierras donde estaba emplazado el palacio.

Darius había bajado del carruaje a hablar con uno de los soldados apostados en la entrada.

Daniel, en tanto, seguía desmayado pero no mostraba mayores daños físicos. En cambio, no podía decir que había corrido con la misma suerte y lo más probable es que el ‹‹obrero insurrecto›› tampoco.

Imaginaba el cardenal violáceo en mi mejilla, en ese punto donde se había producido el impacto y que aún pulsaba de manera leve.

Al cabo de unos instantes, el carruaje comenzó a moverse y nos adentramos en la comarca. Fue cuando me di cuenta dónde se concentraba la verdadera riqueza.

La mayoría de los recursos: campos de labranza y pastoreo, fuentes de agua cristalina, espesos bosques, estaban protegidos detrás de esos portones.

Lo que había visto antes eran las tierras menos propias e infértiles, donde vivían y trabajaban algunos de los habitantes de ‹‹El Refugio››, o mejor dicho de los ‹‹esclavos de El Refugio››, porque ahí nadie era libre de hacer lo que le plazca.

Los residentes se veían obligados a mantener en funcionamiento al imperio a cambio de una mísera bolsa de semillas. Claro que, teniendo en cuenta las condiciones en las que nuestro planeta se encontraba, esas semillas valían para muchas personas más que su peso en oro y Argos era consciente de ello.

El trayecto no se hizo pesado, ya que el trote de los animales era ligero y el sendero liso. Cruzamos medio tramo y a la distancia, recortada en el horizonte, comenzó a perfilarse la silueta del excelso palacio del tirano.

Vislumbré maravillosos jardines, con diversos follajes, texturas y colores. Los arbustos habían sido convertidos en topiarios que representaban figuras de animales mitológicos como nereidas, unicornios y dragones. Había arcadas de inmaculados rosales y azares que endulzan la atmósfera con su fragante aroma, fuentes de agua clara con diminutos peces plateados brillando en su interior, decenas de aves multicolores y árboles, cientos de frondosos árboles de todos los tamaños y matices verdosos: esmeralda, topacio, jade, hasta los muchos tonos tierra como los rojizos, caobas, anaranjados, amarillos, ocres y dorados. Los mismos irradiaban vida, extendiendo sus ramas hacia lo alto como buscando tocar el techo celeste, mientras sus hojas, como bocas, bebían los últimos rayos del sol del ocaso.

Una imagen de ensueños en su totalidad, que me provocaba la sensación de estar entrando a una de las fantásticas historias que narraba mi madre.

Por desgracia, ese majestuoso lugar no era morada de hadas, elfos y duendes, sino que estaba habitado por un ser despreciable y malvado.

‹‹Por lo menos ahora tendrá a un ángel›› Pensé y, aunque aquello fuera una locura, sonreí en mi interior.

Posé entonces mis ojos en Daniel. El muchacho estaba despertado, para suerte de Darius. Llegaba a imaginarme la reacción de Argos si su ‹‹preciado espécimen›› era entregado en estado de inconsciencia.

Pestañeó un par de veces volviendo en sí y aquellos profundos orbes índigos se dedicaron a admirar el entorno.

‹‹Tal vez les recuerde en parte a su hogar›› reflexioné.

¡Ya me estaba comprando la historia del ángel!

El carruaje estacionó en la entrada del edificio, bajo la cúpula de una amplia galería.

Descendimos, apremiados por Darius, quien estaba molesto por la tardanza. ¡Él era el disgustado! ¡Increíble!

Cuando ingresé al palacio, quedé pasmada ante tanta belleza. Todo resplandecía.

Las lámparas araña que colgaban del techo eran de oro macizo y estaban adornadas con diminutas gemas que caían grácilmente, como una lluvia de diamantes, sobre nuestras cabezas. Los pisos eran en su integridad de mármol negro y se asemejaban a oscuros océanos, sobre los que navegaban alargadas alfombras de elaborados diseños. Los muros eran de piedra mineralizada, por lo que centelleaban como si estuviesen contenidos en ellos todas las estrellas del universo. Variadas obras de arte los engalanaban. Los muebles estaban confeccionados en maderas lustrosas y robustas, tallados, torneados y esculpidos de forma artística. En algunos puntos de la estancia se lucían jarrones de cerámica, estatuillas y bustos con la estampa del soberano. El complejo narcisista era el mal de los poderosos.

¡El ser humano es capaz de hacer cosas tan bellas, y luego, sin más, de destruirlas!

Me pregunté si Argos tendría una fábrica dedicada a producir de manera exclusiva los objetos que embellecían su palacio. Aunque pensándolo mejor, era probable que muchas de sus pertenencias hubieran tenido como antiguos propietarios a miembros de las familias adineradas y aristocráticas, las cuales habrían tenido que entregar sus bienes para comprar un lugar en ‹‹El Refugio››. ¡Y todo para terminar siendo esclavos! ¡Qué retorcido el sentido del humor del destino!

Ascendimos por una de las dos escaleras de mármol que formaban una perfecta "u". El pulido de los escalones era tan acabado que veíamos nuestros propios reflejos a la perfección. Era como contemplarse en diáfanos espejos.

Llegamos hasta el primer piso y caminamos por un largo pasillo alfombrado.

Nos detuvimos en una portezuela caoba, la cual estaba custodiada por un par de militares armados. Uno de ellos nos anunció ante el mandatario.

Darius entró primero a la habitación, seguido por Daniel y por último ingresé yo.

Mi corazón palpitaba frenético, ante la incertidumbre.

La imagen de una descomunal biblioteca nos recibió. Las repisas abarcaban la totalidad de las paredes y llegaban hasta el techo. Entre los cientos, los miles de libros, encuadernados de forma prolija, las llamas de las farolas de aceite brillaban taciturnas, confiriéndole un encanto sacro a aquel recinto de conocimiento.

Tras un escritorio de roble, que reposaba sobre los lomos de dos fieros leones, tallados en la misma madera, tres pares de ojos nos observaban. Dos iris mucho más vivos y menos leñosos que el resto, más felinos y astutos y, sobre todo, mucho más intimidantes. Eran los de Argos.

Místicas Criaturas. El RefugioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora