Autorretrato.

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Cuando el Comandante salió del recinto se aproximó a nosotros, con cara de pocos amigos, como era su costumbre

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Cuando el Comandante salió del recinto se aproximó a nosotros, con cara de pocos amigos, como era su costumbre. El obsequio no había aminorado su mal humor ni un poco.

En ese momento creí que, una vez fuera de la vista de su superior, pasaría por alto sus órdenes y nos volvería a tratar como escoria o nos colocaría las esposas, pero fue bastante... condescendiente.

—¡Ustedes dos, andando! Los escoltaré a sus habitaciones.

Retrocedimos sobre nuestros pasos, por el mismo pasillo infinito, hasta detenernos frente a otra de las muchas puertecitas color caoba.

Nuestro carcelero me informó que ese sería mi nuevo aposento. También me recordó que un par de soldados estarían siempre afuera, en caso de que ‹‹necesitara alguna cosa››

¡Pero qué amables! ¡El hecho de que pensara en escapar no tenía nada que ver!

—Enviaré a alguien para que te cure eso—comunicó, escrutando la herida de mi rostro. Eso sí que me sorprendió, pero solo hasta que añadió—: Aunque sería bastante bueno que te quede una marca, como recordatorio de lo que no debes hacer—Después de aquella advertencia, se dio la vuelta y se alejó con Daniel, perdiéndose de mi vista.

Para esas alturas ya me había olvidado de la herida, de hecho a nadie había parecido importarle hasta ese momento y no era que a Darius le hubiera preocupado mi estado de salud. Pero, eran tantos los eventos que habían acontecido en cuestión de horas y tenía tantas preguntas, además de la labor de idear el plan de escape, que todo lo demás perdía significado.

Esperaba que esa misma noche, en la dichosa función de ‹‹El Circo››, tuviera oportunidad de charlar con Daniel y ponerlo al tanto de mis intenciones.

De momento, me dedicaría a inspeccionar mi nuevo ‹‹hospedaje››.

La habitación era lujosa y ‹‹segura››. Había sólidas rejas en las ventanas y un gran cerrojo en la puerta. Por lo demás, el recinto mantenía el estilo arquitectónico del resto del palacio: piedra mineralizada, hierro y maderas robustas. La pieza más vistosa era, sin duda, la cama. La intrincada cabecera estaba engalanada con adornos de plata y piedras preciosas. Las sábanas eran de seda y los cortinados caían gráciles, desde lo alto del techo, envolviendo al lecho en una especie de capullo.

Pálidos rayos lunares se filtraban, a través de los cristales, matizando la estancia con sutiles tonos perlados. Otras fuentes de luminiscencia provenían de los candelabros y lámparas de aceite ubicadas en las mesas de noche y estanterías.

Bajo el alféizar de la ventana yacía un tocador con base de mármol. Sobre el mismo estaban dispuestos algunos elementos de aseo personal: peines de plata, jabones aromáticos, botellitas con esencias exquisitas. Junto a este un espejo de cuerpo entero y marco de carey.

Objetos tan refinados solo habían sido accesibles para mí a través de las páginas de mis atesorados libros.

Me acerqué hasta el closet empotrado en la pared frente a la cama y deslicé las yemas por los símbolos grabados en las puertas, los cuales parecían runas. Dentro había una gran variedad de prendas femeninas, distinguidas y delicadas. Muchas eran de mi talla.

No pude evitar preguntarme a quién pertenecería aquel cuarto. Entonces noté el retrato junto al lecho, el cual estaba cubierto de manera parcial con el cortinado. En el mismo se apreciaba la imagen de una joven de unos quince años probablemente, cinco menor que yo. Lo supuse por sus facciones redondeadas y aniñadas. El cabello rubio, apenas ondulado, le caía por los hombros como cascada de oro y sus cautivadores ojos verdes jade brillaban con la misma magnitud que las gemas de la cabecera de la cama.

Algunos rasgos me parecieron familiares. Sopesé la idea de que pudiera ser la hija de Argos. Pero la dulzura de sus gestos volvía remoto cualquier parecido.

Sin embargo... ‹‹¿Tendría hijos el tirano? ¿Y esposa? ¡¿Qué mujer sería capaz de emparentarse con un miserable como él?! Una loca posiblemente›› medité.

Eran demasiadas ideas basadas en un simple retrato.

Ante la imposibilidad de escapar de forma inmediata opté por darme un baño y trazar un plan de escape futuro.

Cuando salí del cuarto de baño noté que alguien había entrado a la habitación y colocado sobre la cama uno de los vestidos del closet. Se trataba de una prenda de color índigo que me recordó mucho al iris de los ojos de Daniel. La misma era ceñida hasta la cintura. El corsé estaba salpicado de pequeñas gemas diamantinas, mientras que la falda era lisa, ligera, confeccionada con varios gajos de tela superpuestos que parecían pétalos.

Deslicé mi mano por aquella, sintiendo su textura, al tiempo que consideraba si debía ponerme o no el vestido. Al parecer no tenía otra opción, ya que mi ropa había desaparecido y de todas formas estaba sucia y vuelta jirones. ¡No apta para la exquisita función de Circo de Argos! Aunque hubiese sido divertido ver su expresión al verme llegar vestida como pordiosera.

Me coloqué la refinada prenda y calcé un par de zapatos negros acharolados que hallé en el ropero.

Descubrí también que, sobre la mesa de noche, había una bandeja con alimentos y un recipiente que en su interior contenía un ungüento con un refrescante aroma a menta. Intuí que era medicina para curar la herida de mi rostro, así que me coloqué frente al espejo y distribuí un poco de aquella pomada sobre mi pómulo, cuyo cardenal había adoptado tintes violáceos.

Bajé la mirada hacia el tocador y distinguí una gargantilla de plata y esmeraldas que sobresalía del alhajero. La tomé para apreciarla de cerca. ¡Era tan elegante! Idéntica a la que lucía la joven del cuadro.

El vestido que llevaba puesto también había resultado ser el mismo.

Me pareció entonces estar contemplando un autorretrato.

‹‹Este es su cuarto. Pero, ¿dónde estará ahora la joven?›› pensé.

‹‹Muerta›› me susurró una voz interior y un escalofrío me recorrió entera. 

Místicas Criaturas. El RefugioDonde viven las historias. Descúbrelo ahora