Capítulo 31 - MARÍA

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—Porque lo quiero es que estoy haciendo esto... Ahora me voy —con eso dio la vuelta y empezó a caminar de vuelta al auto.

—¿Cuando? —Emma gritó.

Sara abrió la puerta y la miró por última vez.

—Luego de tomarnos las fotos para la portada con la familia feliz.

Mientras se alejaba de la casa, Sara vio por el espejo como Emma seguía totalmente petrificada en su silla. No quería reconocerlo, pero tal vez en algunos momentos—sólo unos pocos segundos—Emma no parecía tan malvada como creía.

La segunda visita que debía hacer era una que tenía pendiente hace mucho tiempo. Gaspar siempre solía llevarla todos los domingos, pero con el paso del tiempo, poco a poco había dejado de ir. Ahora sentía que necesitaba hacerlo.

Ella nunca había tenido ningún diario, pensaba que era un poco contradictorio ¿Para qué escribir algo que no se deseaba que nadie supiera? Se suponía que cuando una persona escribía era porque quería en el fondo que alguien lo leyera, así fuera ella misma. Eso mismo le había dicho a la doctora Vélez cuando le había recomendado llevar uno; ni siquiera ella misma leería sobre su vida y mucho menos esperaba que nadie más lo hiciera. Pero ella si había encontrado su forma de desahogarse.

Era María, su nana, quien la había visto crecer y la había cuidado con amor en sus momentos más tristes. Cuando era pequeña y tenía miedo a la oscuridad, María se había quedado a cantarle. Cuando no tenía amigos con quien jugar, María le había organizado desfiles con ropa de su mamá, probablemente de allí venía su sueño de ser modelo. Además, María había confiado en ella. Jamás iba a olvidar cuando le había dicho, con lágrimas en sus ojos y su rostro opaco por su enfermedad, que era la niña más buena que había conocido, que se sentía orgullosa de ella.

Antes de entrar al cementerio, Sara fue a comprar un ramo gigante de rosas blancas, el color favorito de María. Era tan grande que tuvieron que llamar a un ayudante para que lo llevara hasta la tumba de su nana.

María Méndez (1955-2005) decía su tumba, Sara sintió que sus piernas temblaban como gelatina y se dejó caer al suelo sin importarle llenar de barro su ropa. Luego de dejar el ramo, el ayudante se acercó para ayudarla a levantarse, pero ella negó con la cabeza, sacó dinero y se lo pasó agradeciendo por su ayuda.

—Nana, te extraño... —las lágrimas empezaron a deslizarse por sus mejillas. En la tumba había un pequeño ramo de flores también blancas, probablemente habían sido llevadas allí por caridad y eso hizo que se sintiera aún peor. ¿Quién la iría a visitar, de todos modos? María había vivido con ellos todo ese tiempo porque no le había quedado nadie, toda su familia había muerto en un terremoto. Gaspar fue quien la ayudó a conseguir el trabajo con ellos cuando su mamá había quedado embarazada, desde ese momento había sido tratada como una miembro más de la familia. María siempre había sido especial, todo quien la había conocido la había amado, aunque nadie tanto como ella.

—Si estuvieras aquí todo sería tan diferente. No estaría tan sola como lo estoy, ni me habría equivocado tanto... —Sara se sentó sobre el prado al lado del sepulcro y dobló sus piernas para abrazarlas—. ¿Por qué no has vuelto a mis sueños, nana? Me abandonaste al igual que todos, justo cuando más te necesito...

Sara cerró sus ojos apoyando la frente en sus rodillas y empezó a contar en voz baja todo lo que había sucedido en su vida desde su última visita. Ella jamás había sido muy religiosa, no sabía qué clase de oraciones se decían al estar allí, pero todo lo que decía salía de su corazón y eso debía significar algo.

—Sabía que te podía encontrar aquí —dijo alguien a su lado. Sara levantó su cabeza y vio que era Felipao.

—¿Te enviaron a buscarme? —preguntó mientras se limpiaba las lágrimas con el cárdigan.

AtrapadaWhere stories live. Discover now