—Sí, por favor. —Entré al cubículo y me encontré con una joven mujer de veintinueve años con su largo y lacio cabello negro cayendo sobre un hermoso vestido marfil de estilo princesa—. No puedo prender los botones —se quejó quitando su cabello de la espalda.

Cualquier persona entraría en pánico al ver semejante hilera de botones forrados, algunos enganchados con su cabello, pero yo simplemente tomé aire y comencé a trabajar. Rina no sólo era mi cuñada, sino también una vieja amiga y mi antigua tutora de hebreo.

Siempre me había gustado aprender nuevos idiomas -actualmente hablaba fluidamente cinco y me las arreglaba bastante bien con otros cuatro- y cuando estuve en secundaria me obsesioné con aprender hebreo. Por suerte no tuve que buscar mucho porque e papá tenía un amigo judío cuya hija daba clases en una sinagoga. Y, aunque yo no era judía, aceptó enseñarme lo básico.

Fue así como se conocieron con América. Fue Rina quien le dio valor y libertad a mi hermana.

Mer tenía más o menos mi edad cuando entendió que no podía cambiar lo que era, sin importar cuanto lo intentara. Ella había intentado "ser normal", acallar sus sentimientos saliendo con chicos y desocupar su mente cuidándonos a nosotros y dedicándose completamente a su carrera como chef. Pero yo me daba cuenta de que algo no andaba bien. Cada día que pasaba su sonrisa se volvía más y más falsa, algo en ella se estaba marchitando. Una llama que se convertía en cenizas.

Hasta que llegó Rina con toda su chispa y reavivó la luz dentro de América.

Rina acostumbraba a ir a mi casa a enseñarme. A veces era molesto, con Nacho y Fede dando vueltas por ahí o Manu lanzándole piropos. Pero lo realmente interesante sucedía cuando Mer llegaba y se ponía a cocinar mientras nosotras estudiábamos en la mesa de la cocina. Entonces mi tutora no le sacaba los ojos de encima y Mer lo notaba, lo que la hacía poner de mal humor. Una vez, luego de que Mer nos echara de la cocina por, según ella, hacer demasiado ruido, le pedí a Rina que no incomodara más a Mer.

—Perdón, Cele —me había dicho, con una sonrisa apenada—. Pero es que tu hermana es realmente linda.

Ella tenía razón, Mer era una joven hermosa -lo seguía siendo- con su cabello rubio y dulces ojos marrones como los de mamá, aunque su sentido de la moda siempre había sido descuidado. Tampoco me sorprendió su declaración; con el transcurso de las clases, nos habíamos vuelto buenas amigas y ella no tuvo problemas de admitir que le gustaban las chicas y ella no parecía tener ojos para nadie más que América. Aun así...

—Pero tratá de no hacer esas cosas que no le gustan a Mer —la regañé.

Sin embargo, Rina había visto algo que yo no. No era disgusto lo que sentía Mer hacia ella, era miedo... y algo más.

Tiempo después de que terminaran mis clases de hebreo, llegué a casa algo más temprano que mis hermanos y encontré a Rina cómodamente sentada en el sillón de la sala con el control de la TV en mano.

—Che, Mer, no encuentro nada decente que ver —se estaba quejando mi antigua maestra. Ella es bastante quejosa.

—Eso es porque no dejas de hacer zaping —llegó Mer desde la cocina con un equipo de mate—, así no vas a saber qué...

Y entonces repararon en mí.

América casi dejó caer el termo, pero yo sólo alcé una ceja a modo de interrogación. Como ninguna dijo nada, continué mi camino hacia mi habitación.

—Ya estoy en casa. Hola, Rina —dije simplemente al cruzar por detrás del sofá.

—Hola, Cele. Tanto tiempo —me saludó con una sonrisa y los cachetes colorados.

Las canciones de CelestinaWhere stories live. Discover now