Capítulo 18 - Leer le hará libre

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Traté de cumplir mi promesa de silencio con Dani y no mencionar los cinco cadáveres apuñalados en las cunetas del Ala Oeste de la ciudad. Ni tampoco la supuesta línea de investigación en la que alguien-que-no-conocía estaba trabajando desde hacía algún tiempo. Traté de cumplirla. Lo juro que lo intenté.

—Tuve un mal presentimiento —repetí, después de aclarar mi garganta con agua—, y abrí el diario. Pensé que en ese libro, tal vez, encontraría respuestas.

—¿Un mal presentimiento? —la vi agachar la cabeza para anotar algo—. Ya veo. ¿Puedes concretar un poco más?

Le conté sobre las pesadillas recurrentes y los recuerdos borrosos que habían aparecido durante las últimas semanas. No sé si era por algún incienso aromático, la chimenea en mi espalda, o el tiramisú de mango disolviéndose en mi estómago, que sus preguntas siempre conseguían sacarme la verdad. Se me escapó:

—Mi accidente no fue el último, ¿verdad? Sé que hubo más. Después del mío. Siempre la misma historia. La misma historia que se repite, una y otra vez. Una persona fallece durante la noche, en la oscuridad, y aparece muerta a la mañana siguiente. Sin pistas. Sin testigos ni señales. Todo envuelto en un extraño aroma de calma y tranquilidad.

Amaia seguía sin levantar la cabeza. Lo sé porque me había incorporado en el diván. Ya no miraba al frente por la ventana, como siempre me indicaba. Ahora la miraba a ella. A una Amaia silenciosa y confusa. Continué:

—El último hace menos de una semana. Cinco funcionarios del servicio de mensajería. Todos de una vez. Casi descuartizados.

En aquel momento no pensé en las consecuencias de mi confesión. Siguió escribiendo, impasible. Las preguntas se habían terminado. Acababa de pulsar un botón que nunca antes había pulsado. La habitación se inundó una vez más del silencio. Llegado un momento, levantó el bolígrafo de la libreta y aguantó la mirada hacia el suelo, sin contestar. Por primera vez sentía que una declaración mía acababa de generar una reacción en ella. Su expresión no era la de siempre. Dejó de ser neutra. Acababa de romper la dinámica de pregunta-respuesta-pregunta-respuesta.

—¿Me disculpas un momento?

Amaia dejó sus cuadernos sobre el sillón y desapareció tras el pasillo.

Fue en ese momento, querido lector, cuando me atreví a leer lo que escondían esas hojas. Necesitaba saber qué era lo que ella escribía sobre mí. Qué pensaba. Qué sentía. Porque antes de escritores fuimos lectores. Y como tú y como yo, nos moríamos de ganas por saberlo todo.

*

23 años antes
Traslado en autobús desde Madrid hacia el complejo tecnológico de El Loto
Primera muerte, lunes por la tarde

Jorge y Soma jugaban con sus nuevos amigos en la parte de atrás del autobús. El supervisor hacía inspección rápida por el pasillo cada 15 minutos: lo mismo que duraban tres partidas de escondite entre los sillones del final.

—¡Nacho! Te he visto. PILLADO.

—Joee Beléen. ¡Siempre me pillas a mí primero! —saltaba de los muslos de una señora que lo ayudaba a esconderse.

—Normal. Esa cortinilla no iba a tapar tu enorme cabezota al sol —reía Belén, mientras controlaba de reojo los asientos inmediatos—. Que TÚ no me veas no significa que YO no pueda verte.

Veinte segundos más.

—¡Ahí estás! Faustino. PILLADO.

—¡Vamos! ¿Cómo me has visto? —susurraba el pequeño, evitando que descubriera también a Jorge.

Hora VeintitrésWhere stories live. Discover now