Capítulo 17 - ¿A quién llama usted infiltrado?

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—Volveremos a casa, sí. Pero será complicado —admitió Nacho.

—Tiene que serlo. Nos meten aquí con cuatro-putos-años —hizo una pausa—, porque sí, ¡nos metieron! Ni siquiera éramos conscientes de lo que esto significaría. Para bien y para mal. Nos cuentan un secreto, nos dan una palmada y luego nos mandan callar para el resto de los años. ¡Veintitrés van ya! Los mismos que lleva esto en marcha. Tócate.

—Me acabas de recordar el primer día que nos conocimos.

—Gran día de mierda, por cierto — se rio Belén.

—¡No hombre! Estuvo bien. Y los anteriores. ¿Te acuerdas? Nos creíamos superhéroes a punto de salvar el mundo.

—Los héroes no existen. Nosotros no íbamos a serlo.

Nacho se giró para apoyarse en las rodillas de Belén.

—Nunca había visto a mis padres tan orgullosos de mí, Belén. ¿Sabes? Volvería atrás sólo para recordar sus caras —reconoció Nacho—. Mil veces. 

—¿Y tener que aguantar otros veintitrés años sin estar con ellos? Ni de coña. No hay una sola noche que no recuerde a mis padres al meterme en la cama.

—Ya...

—Somos unos infiltrados, Nacho. ¡Eso es! ¡Unos infiltrados! Estamos mintiendo a todos, todos los días. A nuestros mejores amigos, a nuestros padres de aquí, a nuestros profesores, a nuestros compañeros del curro... ¿Es que no te das cuenta? ¡Nos están usando! Y lo más seguro es que no estemos tan enfermos como nos dijeron. «Será un proyecto en el que investigaremos en profundidad la causa de vuestra enfermedad. Queremos fabricar una cura para vosotros» —recordó Belén las palabras del encargado—. ¡Y una mierda! Los enfermos son ellos, los Controladores, el Consejo y todos los que se alimentan de este proyecto. Es por dinero. Siempre es por dinero.

—Tía... Eso no es así... Nuestros padres no nos habrían dejado marchar si supieran que iban a hacernos daño. ¿Crees que ellos querrían hacernos mal? Que estemos enfermos o no, eso yo también lo he dudado desde el principio. No me encuentro mal, ni tampoco veo diferencias con el resto. Pero no sé, confío en esta gente.

La chica se levantó para estirar la espalda.

—¿Qué más sabemos, a ver? —preguntó Belén, queriendo hacer memoria de todo para ver si se le ocurría algo.

Nacho la acompañó a la barandilla para reflexionar. Observaron cómo las parejas de abajo paseaban en barquita por el Gran Lago Central y daban de comer a los patos que se acercaban.

—Nos agruparon por parejas los días previos a El Traslado, para trabajar juntos en sus asuntos —respondió Nacho.

—Pero no conocemos sus asuntos. Ni tampoco al resto de parejas...

—Exacto. Si es verdad eso que dices, que realmente no tenemos la enfermedad, el resto de parejas tampoco deberían tenerla. Serían como nosotros. Parejas que conocen de la existencia de un proyecto interno, pero que no se conocen entre sí.

—Claro amor, pero escúchame. ¿Cuántos infiltrados puede haber como nosotros? ¿Diez? ¿Cien? ¿Mil? ¿Cómo lo vamos a saber?

—Tantas preguntas que no nos habíamos hecho antes... ¿Por qué?

—¿Por qué te crees que nos metieron aquí tan pequeños?

Nacho no tenía una opinión formada.

—Para que no distingamos a simple vista a un sano de un enfermo, claro —aclaró Belén—. Porque por muchas rarezas que tengan los enfermos, si hemos estado viviendo con ellos toda nuestra vida, no podemos diferenciarlos de alguien sano. ¡Somos unos infiltrados!

—Infiltrados... suena fatal —se lamentó Nacho.

—Pues acéptalo. Es lo que somos. Unos infiltrados del carajo. Y nadie nos avisó de que esto sería un lugar peligroso. Esto que lleva pasando, Nacho. ¡Esto! Es peligroso. Ya no muere una persona sola. Ya mueren cinco de golpe. Sin dar un ruido. Sin dejar una nota, como la del tío del pescado. ¿Te acuerdas? Lo encontraron flotando en una maldita cruz de madera. Humillado. Sólo. ¿Qué Controlador en su sano juicio permitiría que eso ocurriera? Nacho —suspiró Belén—: solo quiero salir de aquí...

Él terminó de comerse la última uña.

—Joder, ¿y para qué están los Controladores entonces? ¿Si no es para salvarnos?

—Para sacarnos si nos portamos mal. ¿Qué te crees? Ya sacaron a mi padre con lo de la coca... —recordó Belén en alto. Dejó que el viento ocultara su cara de vergüenza con el pelo.

Belén no solía hablar de su padre. Tampoco lo hacía antes. Antes de que los servicios de seguridad del Consejo entraran en su casa y lo detuvieran por tráfico ilegal de drogas. Evitaba a toda costa llevar a gente a casa. Entre ellos nunca habían encontrado la compatibilidad que, según el razonamiento de los informes, ambos tenían, a la hora de asignarle familia adoptiva el primer día a su llegada al complejo.

—Han tenido tiempo para sacar ya a unos cuantos de vuelta a casa, la verdad —quitaba leña Belén al asunto de su padre.

—Si pues, a los responsables del asesinato de la semana pasada ya deberían haberlos sacado. No sé qué les preocupa entonces, tan urgente.

—Tampoco nos lo iban a decir.

—¿Ni siquiera a nosotros?

—¡Por Dios! ¡Si ni siquiera nos avisan de si les llegan los informes que les mandamos! Los Controladores tienen datos de todos los ciudadanos semanalmente gracias a nosotros. «Vosotros recopiláis los datos, los clasificáis y nos los enviáis al centro de análisis. Nosotros nos encargamos del resto». ¡Jamás supimos si nuestro trabajo sirvió para algo! Igual nos han tenido entretenidos todo este tiempo para que nos fuera más fácil guardar el secreto. Sentirnos partícipes de toda esta mierda. Y ni una palabra de agradecimiento en veintitrés años, Nacho.

Los Infiltrados, como se acababa de autodenominar Belén, se encargaban de recoger en sus ordenadores los datos desde los biosensores que todos los enfermos tenían colocados bajo la piel en axilas, carótidas y área perirrenal. Con ello conseguían en apenas ocho minutos todos los parámetros que se visualizan en una analítica convencional de sangre y orina, sin necesidad de extraerla, sin dolor, y recopilando además resultados propios de pruebas más complejas como los niveles de interleucinas, inmunoglobulinas específicas, tóxicos y factores tumorales.

—¿Cómo puede ser que todos sigan actuando con normalidad?

—¡Nacho! ¿No lo ves? ¡La gente ya no actúa con normalidad! Sólo nosotros. La gente ha empezado a hacerse preguntas. No quieren este paraíso ficticio. No quieren seguir viviendo con miedo.

—Miedo... El caldo perfecto para el caos.

El caldo perfecto para el caos. El caos perfecto. Caldo.

Cuatro años tenían los Infiltrados cuando les instruyeron en la mentira. «Serán lo suficientemente maduros como para entendernos y lo suficientemente jóvenes como para adaptarse a su nuevo rol».

—Pienso preguntarle a Jorge si él es como nosotros.

—¿Otro Infiltrado?

—Quién sabe. Igual tiene otra pareja. Como tú y yo.

—Belén, no puedes hacerlo... —dijo antes de tirar la toalla y corregirse a sí mismo—. Qué más da ya. Todos estamos en el mismo barco. Que nos saquen de aquí pronto, si no quieren que empecemos a tirar de la manta.

*

Pasaron varios días hasta que me atreví a buscar en la cartera su tarjeta de visita. Como todo buen profesional, Amaia tenía dos teléfonos. El personal y el de las citas en consulta (para sus chiquitos problemáticos). Aquel martes, llamé de nuevo y conseguí que me reservara sitio en su ático.

Llegué un poco más tarde a mi cita. Era la primera vez que llovía en El Loto. 

Hora VeintitrésWhere stories live. Discover now