Capítulo 4 - Es usted un tipo curioso

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Tuve un ardor de curiosidad.

Aparté a Dentado de mis piernas, reponiendo su comedero para distraerlo.

Volví al libro y me agaché para recogerlo. Lo tomé con cuidado, como si fuera prestado. Deslicé mis yemas sobre la tapa. Pude palpar el paso del tiempo en sus cantos. Estaba descolorido y notablemente desgastado. Las arrugas del interior debían ser las culpables de tal engrosamiento. Apenas aguantaba cerrado y, sin embargo, así se había mantenido el tiempo que lo tuve conmigo. Parecía haber estado en remojo bastante tiempo en el pasado. La imagen que se me pasó por la cabeza, del libro enchufado a una vía, siendo atendido por la unidad de cuidados intensivos, y reanimado por dos guapas anestesistas, sería aún más verosímil si lo de dentro no se tratase sólo de papel. Porque el papel, a diferencia de mí, ya estaba muerto. Y a los muertos nadie los intenta salvar.

A los muertos nadie los intenta salvar. A los muertos. Nadie.

No sabía qué diablos hacía ahí un libro mío, con lo maniático que era yo para esas cosas. Enseguida recordé. Le di la vuelta y despolvé un poco la portada. Apenas un código de barras tatuaba el culo del libro. Por el resto, estaba aparentemente vacío. Nada podría chivarle a algún indiscreto de qué tipo de escrito se trataba si no lo abría. A pesar de su pésimo estado de conservación, comparado con el resto de libros de mi colección, para mí, ahora que sé lo que sucedió, es el más importante.

Una noche más, me había quedado dormido sin lograr ver más allá de la portada. ¿Por qué diablos nunca conseguía abrirlo? Esta vez tenía excusa. Si había necesitado a Belén para meter la llave de la puerta de casa a las 7 de la mañana, tras haberme pasado toda la noche bebiendo en la discoteca, también la hubiera necesitado para que se metiera conmigo en la cama y me colocase del derecho las páginas. Y para que me lo leyese. Y de ninguna manera. Eso no podía pasar.

Desde que recuperé mi propio diario a escondidas del trastero de Nacho, nunca había sido capaz de leer tan siquiera una página.

Ni una frase.

Ni una sola palabra.

Una parte de mí me repetía, cada vez que lo sacaba del cajón para intentar abrirlo, que no lo hiciese. Cerraba la puerta del cuarto y lo dejaba delante mía un rato. En el escritorio, sobre la almohada, apoyado en la silleta... mientras daba vueltas por el cuarto descalzo. ¿Para qué leerlo ahora? Ahora que mi vida tras el accidente era lo suficientemente buena como para tener que preocuparme por detalles de mi vida pasada. Pero otra parte de mí me pedía a gritos que lo abriese. ¿Para qué escribimos un diario si no es para leerlo?

Para no olvidar. Olvidar. No.

En mi caso, el olvido había sido involuntario. El trauma de hacía 8 años sumó 2 más al cajón de la desmemoria: los últimos dos años de bachillerato. Esos tampoco los recordaba bien.

La idea de haber tenido que robar a hurtadillas el cuaderno de casa de uno de mis mejores amigos me explotaba en la cabeza. ¿Por qué demonios tendría Nacho mi diario en el trastero? ¿Para qué? Intentaba vislumbrar una respuesta rápida sin éxito. Cualquier cosa. Cualquier motivo que volcara la balanza de mis malas decisiones hacia el lado de: abrir y empezar a leer.

Después de tantos años inconsciente, me prometí a mí mismo que me dejaría en manos de mis amigos y de mi psicóloga. Al menos, hasta que las cosas se pusieran de nuevo en su sitio.

Y de El Despertar en la cama de la Habitación 411 del hospital de El Loto tan sólo habían pasado 7 meses. Aún no había corrido el tiempo suficiente como para asimilarlo del todo, por lo que, ciertamente, no debería tener aquellos papeles entre las manos. Menos aún si mis amigos no lo habían querido así.

Recordaba mi pasado como cualquier persona que ha vivido una niñez y principios de adolescencia normales, pero con las lagunas hacia los últimos dos años de bachillerato características de un adolescente que se ha bañado en el coma, hasta el fondo, durante ocho años completos.

Dieciocho años tenía cuando cerré los ojos.

Veintiséis cuando los volví a abrir a finales de otoño.

Los veintisiete llegaron aquel enero, con Cucu y Soma en mi vida, sin ser aún del todo consciente de que nunca llegaría a celebrar los diecinueve.

Sabía que mi pasado me había traído problemas. Intuía que no había llevado la mejor vida y que recuperar esos pensamientos podría alargar aún más el proceso de recuperación del suceso traumático. Tanto como recordaba, borrosamente, mi pasado. No era nada en concreto, le explicaba a Amaia en la consulta, lo que me cortaba el aire cuando intentaba hacer memoria sobre el diván, sino más bien un cúmulo de sentimientos. Sentimientos que saltaban por todos lados, golpeándose entre ellos y tirándolo todo a su paso. Y yo estaba ahí, en medio, enredado, sin saber qué pensar o cómo debería sentirme. Sentimientos que iban y venían. Contenedores que corrían y volcaban. Emociones encerradas en una olla a presión que buscaban sin descanso cualquier pequeña fuga para estallar.

—¿Qué ves aquí? —me preguntó Amaia en una ocasión.

—Veo a un señor sin cabeza. Lleva una pajarera en lugar de un cuerpo. Y una paloma. Dentro de la jaula.

—¿Algo más?

—Sí. Supongo. La puerta de la jaula está hacia arriba.

—¡Genial! Está abierta —me premió acercándome un apetitoso tiramisú de mango—. El cuadro es del artista francés René Magritte. En su obra "El terapeuta", René quiso representar, precisamente, el final de nuestro tratamiento.

El final de nuestro tratamiento. El final. Tratamiento.

—En este reflejo, Jorge, es en el que quiero que pienses durante esta semana. Debemos lograr que todos esos sentimientos que tienes ahí hacinados se conviertan, sin prisa, en esta paloma blanca y suave de aquí—dijo repiqueteando dos veces el cristal del cuadro con la uña—, que puede entrar y salir cuando quiera. Sin golpearse. La jaula no es su prisión, sino su hogar. La puerta debe permanecer siempre abierta. Para que eso que te atormenta pueda entrar y salir cuando lo necesites. El cambio de enfoque, Jorge. El enfoque. Sé amable contigo mismo, descubre quién eres realmente y si eso por lo que sufres merece o no la pena mantener. Las experiencias buenas están sobrevaloradas. Nada es bueno o malo en sí mismo —me explicó con la que a mí me pareció la mejor voz ASMR artist que había escuchado hasta ahora—. Sólo hay que conocerlo a fondo, para después aceptarlo y poder dejarlo marchar, si así lo deseas. Pero poco a poco.

Por aquel momento me regaló el cuadro, y no tardé más de dos tardes en colgarlo enfrente de mi cama, al lado del póster de Call of Duty Return. No pensé en el contraste.

Me levanté del suelo con el diario entre las manos, y me lo llevé al escritorio. Sostenía con cierto morbo la esquina inferior derecha de la pasta. Estaba a punto de abrirlo y de empezar a leer, de una vez por todas, lo que tanto tiempo me habían ocultado sobre mi pasado. Sobre mí mismo. Era el momento de dejar marchar los miedos que, por vergüenza o por incomprensión, había estado ocultando, primero a mí mismo, y luego a Amaia. Y aunque ahora sé que tal vez era demasiado pronto para conocer tantos detalles sobre aquellos dos últimos años de bachillerato, previos al accidente, se me ocurrió que antes o después iba a tener que enfrentarme a ellos.

Levanté la portada.

Página en blanco.

La saliva se atascó en mi garganta.

Solté todo el aire en un bufido que pudo haber ventilado la habitación entera de Soma.

Tomé la página siguiente de un pellizco y la volteé con decisión.

Al fin algo de información.

Se podía leer:

Jorge Blanco, 1º de Bachillerato

Instituto Jeremy Bentham

Sólo una más.

Fui a avanzar a la siguiente página, cuando de reojo vi a Cucu asomarse por el marco de la puerta.

Joder, Cucu.

Hora VeintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora