Capítulo 1 - Tenemos todo el tiempo del mundo

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—Y qué hago yo, si no puedo elegir qué pensamientos me duelen y cuáles no.

—No me mires a mí —me recordaba afectuosamente—. Mira al frente y dime qué ves al otro lado de la ventana.

—¿Un lago? Bueno, también hay patos. Están asustados con tanto niño suelto...

—Lo suponía. Te puedo asegurar que ahora mismo estamos viendo cosas totalmente distintas. Así que no, no podemos cambiar la realidad, pero sí cómo pensamos sobre ella.

—¿Y qué ves tú entonces, Amaia?

—Un lago.

—Ajá. ¿Ves?

—Otro distinto. Con colores diferentes a los tuyos tal vez—dedujo Amaia, inclinándose sobre el sillón y remangándose la blusa—. Con patos, sí, pero los míos huyen de una tormenta que se acerca. ¿Ves? Aquellos nubarrones del fondo... Es así Jorge, el por qué la realidad misma no duele, como tampoco da satisfacción o placer. La realidad permanece para todos, y somos nosotros los que la interpretamos y después la sentimos. La clave en todo esto está en el enfoque, Jorge, el enfoque.

El enfoque. El enfoqu. El enfoq. El enfo. El enf. El en...

Esa idea me rondó la mente más tiempo del que a Amaia le hubiera gustado. Obsesionarse, ya sea por amor o por miedo, nunca es bueno. Yo lo hice por las dos, aunque ella solo llegó a conocer la segunda. Se suponía que iba a ser cien por cien sincero para acelerar todo el proceso y poder hacer vida normal pronto. Ocupar mi mente en otros menesteres.

—Las dinámicas sólo funcionarán si dices la verdad.

—¿Puedes saber cuándo miento?

—Claro. Acabarás diciéndome la verdad. Y entonces lo sabré.

Lo cierto es que en aquel momento pensaba que nada me daba miedo. Si realmente había pasado todo lo que me contaron hacía ocho años, aquello era como volver a nacer. Sentía un extraño impulso de invencibilidad. Como si el universo quisiera que yo aún siguiera con vida. Que me necesitaba. Que yo le era importante, por algún motivo que desconocía. Ese fue mi enfoque. Me pregunto qué cara pondría Amaia cuando se lo conté. Ella nunca opinaba sobre mis teorías. Sólo me hacía preguntas. Tantas, que podría escribir un libro con las horas que pasamos en la consulta.

Tenía dotes de seducción. La imaginaba a ella, tumbada en el diván, remangándose la falda, respondiéndome a las preguntas que ella misma me lanzaba. Yo quería saber de ella y sentía que, lejos de buscar resultados en las dinámicas, ella también quería conocerme a mí. Y eso me atraía. ¿Qué eran 15 años? Eso entonces se llevaba. Los hombres también podían amar a las mujeres de mayor edad. Aunque lo nuestro no era amor. Era deseo. Cuando le cuentas tantas cosas a una persona sobre ti, cuando consigue que te sientas tan bien abriéndote en tres de tus cuatro dimensiones (la privada, la pública y la digital), el deseo de completar la faena y enseñarle tú mismo la que le falta, la sexual, es tan grande que hay que cerrar un poco el grifo de las anteriores para que no se escape esta última. Al menos mientras ella fuera mi psicóloga. Se lo debía a la profesionalidad con la que me trató desde el primer día. Estaba consiguiendo que normalizase todo lo que sentía. Los martes era día de remangarse los puños, concentrarse en describir el caos y mantener las esperanzas. Porque nosotros, además de confidentes fuera del horario, éramos amigos. Y eso, quieras o no, da esperanzas. 

Agradecí enormemente tener a Cucu como compañera de piso al salir del hospital. Encontré su oferta en Internet: un piso situado en el 12 de la calle Montreal, a escasos metros de la Facultad de Medicina y Enfermería de El Loto. Siguiendo su consejo, esperé los dos primeros meses en casa para centrarme en la recuperación y después comencé progresivamente a asistir a clase. Me incorporé a la promoción que empezaba primero de medicina ese mismo año. Quién me iba a decir a mí que el verano de nuestras vidas, de mi vida con 18 años, hacía ocho ya, se convertiría en el verano que casi acaba con mi vida, por primera vez. Una puntuación de 13,22 sobre 14 en selectividad entonces no me fue suficiente para empezar medicina ese mismo año con mis coetáneos, por culpa de un terrible accidente. Tuve que esperar a los 26.

Septiembre de 2045.

Fue el primer día de universidad, al bajarme del coche, cuando verdaderamente me di cuenta de cómo el tiempo me aplastaba en toda esta mierda. Esa mañana me llevaron Belén y Nacho a la facultad. Seguían siendo dos de mis mejores amigos. Amigos de la infancia. Verlos los días anteriores, a los pies de la camilla, sujetando revistas de datos curiosos y comida del exterior, no causó el mismo impacto que ser escoltado ese mismo lunes por la mañana por una abogada y un acomodador de teatro enfundados rigurosamente en sus respectivos uniformes. ¿Cuánto tiempo había pasado? ¿Cuánto tiempo había perdido?

—Será porque no has tenido simplemente una pierna rota y amigos que te visitaban a la planta de traumatología. Esto no ha sido una fiesta de fin de curso malparida, Jorge. Esto ha sido algo más serio —revisaba Cucu conmigo en la cocina del piso cuando se lo conté.

—¿Tan serio como para no recordar nada de los últimos dos años anteriores al accidente?

—Tan serio como que creyeron que estabas muerto cuando te encontraron.

Hora VeintitrésDonde viven las historias. Descúbrelo ahora