CAPÍTULO VEINTE - ÉGIDA I

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Eleora

Todo lo que tenía concebido cristalizar con piezas fragmentadas de vidrios de mi propio ser ahora se rompe en pedazos por la decisión de continuar adelante con lo pautado para este momento en el que dejo a mi hija en el suelo y mis pertenencias en una vasija identificada con una verdad y una mentira rotuladas en un metal para mostrarme ante todos como lo que necesitan, lo cual debería odiar por el desprecio que empiezo a tomarles a las falsedades, pero que indudablemente llevo muchas en las raíces que me mantienen anclada a la tierra que ingeniosamente ganaré.

Me coloco el auricular a la vez que asgo la pequeña mano que se alza para avanzar por el pasillo oscuro, aunque con la claridad que se vislumbra de la plataforma en la que somos loadas; como deseo que seamos siempre reverenciadas, delante de todos los que se encuentran vistiendo ropas blancas por la conmemoración internacional de la paz para darle inicio a mi inteligente propuesta de hostigamiento al enemigo en un acuerdo que me rivaliza con el juicio final que quieren todos cuando asalten a alguien como yo.

Lo descubierto hace segundos tiene mi corazón energúmeno, ya que mis tendencias demoniacas ahora me vencen instándome a que vaya a buscar lo que puede pacificar las endemoniadas formas que se recrean en mi mente para matar porque jamás pensé lo que significaba para el hombre que sigue sorprendiéndome en cada revelación que hago de mi existencia, para todos los que quiero doblegar y para el mundo que quiero unir hasta convertirlo en nuestro.

Aunque estar en este lugar en el que debo persistir para solidificar los cimientos de una supremacía me vuelve maleable a las fuerzas con las que las emociones que germen de todos mis sentidos quieren dominarme encadenándome cuidadosamente a las cadenas que han tirado siempre de mis márgenes.

Mis pasos acompañados por los de mi hija me acerca al podio para recibir la admiración de todos, la devoción de nuestra imagen impecable causa resonancias puesto que a mí me conocen como Eleora Monroe; hija de dos agentes del Cuerpo Militar Especial de Seguridad Internacional de la INTERPOL, pero a ella por primera vez de las muchas que las contemplaran la reconocen como la infanta Mikaela Mikhailova, primogénita legitima y heredera única de Mihail Mikhailov.

Un hombre que sigue teniendo una doble vida; una de empresario prestigioso y otra de criminal autorizado, aunque reconozco indiscutiblemente que existe una tercera vida de la que teme que lleguen a conocerla porque cuando eso suceda será el fin para todos.

Mi sentido de prevención entre los uniformados me agacha con elegancia para con delicadeza levantar a mi hija, arreglo su vestido sosteniéndola con fuerza en mi brazo y examino todos los que nos distinguen estupefactos por la preeminencia que tenemos en un acontecimiento de transcendencia universal que tiene a los habitantes de las naciones atentos porque este día impactará radicalmente nuestro mundo.

Comparto miradas con mi niña cuando el presidente Fionn Wallace se acerca con su esposa, sus hijos y la representación de su consejo para mostrar la imagen que llenará los diarios nacionales e internacionales de las caras que serán apreciadas como los rostros de la manifestación de la paz mundial.

Los representantes de los países que conforman la Organización Mundial de Áreas Mandatarias toman la plataforma dándole autoridad a lo que a primeras horas del día se proclamará para empezar con la labor de instaurar la unión entre países.

Todo lo que observo se me nubla frente a los ojos en tanto que la piel se me eriza cuando me compacto extendiendo una sonrisa por la conmoción que tengo por escuchar la voz de Grigory Mikhailov susurrándome el mantra de la diosa Durga.

Puedo escuchar como los latidos de mi corazón se normalizan a pesar de que estoy completamente trémula y mis ojos se escarchan cuando escucho a Gavrel Mikhailov confirmándome su ubicación donde entendía que lo necesitaba ya que mi petición disfrazada de obsequio para cada uno pudo convencerlos de lo que mis palabras no lograrían.

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