El grito del recuerdo

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Hacia la 1:20 de la tarde Olegario Arturo entró y almorzó en el Restaurante Andante Ma Non Troppo. Establecimiento este que, desde mediados del 2001, no solo cambió de propietario y razón social, sino que modernizó, tal vez para mayor eficacia mercantil, tanto la añeja y romántica mueblería, como el acabado y emblemático decorado de las paredes de la tradicional y popular Barra Santafereña. De aquel viejo y capitalino rincón, fuera del local, solo quedaba, aunque cepillada, restaurada, lacada y reforzada con ferrosos ornamentos, la hermosa y fina escalera central elaborada con cedro amarillo. Aquel lugar era ahora frecuentado por comensales de diferentes raleas a las que Olegario Arturo solía ver antes, y con las que se sentía social y económicamente más familiar.

Hasta allí lo llevaron, de forma tal vez inconsciente, sus cansados pasos luego de la misa. Entró y ordenó el plato del día ofrecido en la elegante carta, pese al recóndito disgusto que le causó el cambio y precio del almuerzo ejecutivo, por el triple de lo que tenía presupuestado. En aquel restaurante, antes de ser reformado y elevados de categoría, y de costes sus menús ejecutivos, había conocido a Magnolia.

Llegó hasta el restaurante después de salir tras el presidente al finalizar la misa. Caminó por el costado oriental de la carrera Central, de sur a norte, desde el atrio de la catedral hasta el Parque Santandereano, por entre una multitud estridente y vestida de blanco que instaba hacerse sentir con pitos y arengas contra el secuestro. Los manifestantes también gritaban, a favor unos y en contra otros, tanto del acuerdo humanitario que permitiría la liberación negociada y no armada de los secuestrados por la guerrilla, como del presidente Uribia Morales y sus controversiales políticas gubernamentales.

Ni entre la anónima, emotiva y socialmente fragmentada muchedumbre, como tampoco en el ahora suntuoso y en ese momento poco concurrido restaurante, Olegario Arturo halló vestigio alguno de su desaparecida amada. Solo encontró, a su alrededor, el silente, doloroso y fatal grito de su recuerdo, el cual instó nublar su afligido corazón y atribulada mente, apartándolo por un momento de sus no compartidos planes de venganza contra el culpable de sus pecados.

Con adolescente justificación le reiteró a su pensamiento que, dentro de la catedral, aunque era factible realizar la vendetta, era inviable por la afectación negativa en cuanto al segundo objetivo perseguido: los sesenta y cinco mil dólares de su seguro de vida. Entonces, decidió que, si se le presentaba la oportunidad de ejecutar primero a Uribia Morales, sin que él, Olegario Arturo, muriera en el evento, así lo haría.

También, ya se había decidido por la primera opción que le proyectó su herramienta metodológica. Por el reencauzamiento de sus hijos dentro de los siguientes ochenta y nueve días, y en contraprestación por su partida casi inminente, en un lapso que no triplicaría el plazo que tenía para la reconversión.

Opción esta más generosa que la otra que le pronosticaba su herramienta metodológica computacional de trabajo, la cual le implicaba la temible y precaria longevidad... Hasta los noventa y nueve años, le generó escalofrío el solo pensarlo.

En cuanto a la ejecución de su venganza encarnada en la persona de Uribia Morales, el responsable de sus errores, como lo asumió, concluyó que tenía que encontrar otro escenario, desde luego sin descartar el de la catedral, que ofreciera mayor factibilidad operativa y total viabilidad en cuanto al cobro de su seguro de vida por parte de sus beneficiarios.

Almorzó y salió del pasaje comercial en el cual estaba ubicado el restaurante, por el costado que lleva a la carrera Quinta, media cuadra abajo del Ministerio de la Vigilancia Pública (MINVP), frente al Hotel Regina.

En ese momento el alboroto de los sociales reclamos contra el secuestro y sus máximos perpetradores: la insurgencia, comenzaban a apaciguarse y empezaban a enfriarse y disiparse en el deleznable recuerdo colectivo. El histórico centro de la ciudad volvía a su vacía cotidianidad e individual insolidaridad, acariciada por la frialdad de las primeras brisas del julio capitalino que invitaban a elevar frágiles cometas con recónditos sueños e incumplidas promesas.

El frío del olvidoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora