Cruel indiferencia

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El dolor indecible que le causó a Gilda la ida de sus hijos contribuyó a lacerar, aún más, su alma destrozada casi por completo. Dolor trastocado en ardor ante el rompimiento definitivo de la relación afectiva y económica con Federico Adonay. Le rechazó, durante los doce años siguientes, ya en la capital, que él llegara a quedarse en la pieza en la cual ella vivía con su familia.

Ardor fraguado con decepción y angustia ante las cada vez más evidentes noticias de sus paisanos que la mantenían al corriente de la forma como La Guasimalera; la que absorbió a El Salado después de que ella dio a conocer la escritura; se convirtió en la finca más grande y rentable dedicada al cultivo y procesamiento de marihuana, heroína y, por último, cocaína; y a comienzos del siglo XXI, en tierra de bandas criminales. Algunos malandros poderosos y respaldados llevaban a personas secuestradas para torturarlas, ejecutarlas y enterrarlas en fosas comunes.

Dos de esas cárcavas, precisamente, fueron ubicadas, una en el sitio en el que Valentino hizo un jardín con predominio de flores de color rojo, en "El Santuario del Gran Partido Liberal", como solían llamarlo; la otra, en la ladera donde Tránsito Arellano sembró la mejor variedad de café que en su época produjo Oroguaní, al lado del sitio originario de la palma de cera.

Para Gilda Mencino, estas y aquellas, no fueron las únicas causas que se fraguaron en el crisol de su tristeza. También coadyuvaron las experiencias amargas de entusiasmarse y sufrir la obvia desilusión, a sus cuarenta y ocho años, por un joven. El ilusionarse y sufrir, a los sesenta y dos, la ineludible decepción por un hombre adulto, mayor que ella. Las siete delicadas intervenciones quirúrgicas de las que fue objeto a partir de la media centuria de años; todas practicadas en el agónico Seguro Social. Las arremetidas y consecuentes secuelas de las enfermedades que se encapricharon contra su salud; en especial, la por demás dolorosa osteoporosis, así como la depresión y la arritmia.

Pero, sobre todo, la tragedia de su madre inválida, internada por Eneida del Pilar en el ancianato en el cual, al poco tiempo de su reclusión, se enfermó de uno de sus ojos. Por lo que tuvo que ser operada en el tortuoso Seguro Social de comienzos del siglo XXI. Institución moribunda ante su inexorable y rapaz paso, camino, no solo a la ignominiosa privatización, sino a la «mercantilización del servicio de la salud pública», como solía decir Olegario Arturo.

Cuando le extrajeron su ojo derecho, tras habérsele estallado un tumor, Alcira Mencino lloró, por segunda vez en su vida, lágrimas de sangre durante siete días. Tal y como se lo presagió Bermina. A falta del metálico dinero para comprarle la prótesis, tras el procedimiento quirúrgico, le quedó el orificio a la vista. Ni siquiera hubo para adquirir los medicamentos inherentes, entre estos, los ciento veinte milímetros de solución antiséptica que obvió recetar el galeno, al estar por fuera de los incluidos en el restringido Plan de Medicamentos Básicos. Esta solución oftalmológica, entre muchas otras medicinas, luego de la mercantilización de la salud en el país, si el paciente la requería, tenía que adquirirla con cargo a su cada vez más diezmado bolsillo.

En consecuencia, a Alcira la herida se le infectó, sin que nadie, en el ancianato aquel, le hiciera las curaciones, ni siquiera la limpieza que para el caso se requería. Procedimiento asistencial que solo hasta cuando Gilda, o la propia Eneida, cada tres o cuatro días, al ir a verla, se lo realizaban de forma más que penosa, dramática y casera con agua de té.

Tal vez Gilda lo hubiera asimilado y soportado todo, finalmente. Incluso, hasta el perenne, punzante y físico dolor en la espalda, cadera y hombro derecho; consecuencia del paulatino e imparable deterioro de sus huesos frágiles, víctimas de la insufrible e incapacitante osteoporosis. Pero, no así, recibir el más abyecto de los tormentos posibles para una madre: ¡la indiferencia, ingratitud y dureza de sus hijos! Precisamente, para el momento cuando menos lo esperaba... o lo merecía; es decir, tras cumplir los sesenta. Para cuando la mayoría de sus facultades físicas comenzaron a abandonarla e impedirle, como lo hizo hasta entonces, valerse por sí sola para abordar un bus. Para ir de un lado a otro, para el lugar que ella quisiera. Para participar en los grupos de danzas auspiciados por la administración de la ciudad capital. Para hacer los retiros mensuales de su mesada en el banco, posterior al denigrante y desconsiderado procedimiento de la constancia notarial de sobrevivencia. Para bañarse. Para barrer su pieza. Para hacer su comida. Para lavar, remendar y planchar su ropa. Para hacer los oficios de la cocina. Para cambiar de manera periódica la ubicación de sus pocos muebles y corotos...

Cruel indiferencia y dureza de sus hijos, cada uno a su manera y estilo.Cada uno con su respectiva y muy bien argumentada explicación y justificación.Pero, al fin y al cabo, manifestado, exteriorizado con la evidente falta deafecto, abrazos, ternura, fraternales besos, caricias, consentimientos, voz dealiento y compañía... que era lo único que para entonces ella hubiera queridohaber tenido y recibido de ellos y, por su conducto, de sus nietos, por demásdistantes y desafectos con ella.

El frío del olvidoWhere stories live. Discover now