Emancipación

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Recuperada de aquel difícil embarazo y complicado parto Alcira fue llamada para ir a trabajar de cocinera a Las Delicias, bonita finca cañamelera y frutera, cercana al casco urbano de Oroguaní. Gilda estuvo en desacuerdo con la decisión de su terca madre. Su plan era trabajar en el pueblo y conseguir una casa en arriendo para formar un verdadero hogar. Pero, Alcira, para obligarla, le reiteró las amenazas de hacerla recluir en el Buen Rabadán, y a presagiarle lo de su segura muerte por inanición y abandono en alguna acera, si ella se negaba a seguirla.

—Entonces, mamá, ¿qué hizo? —le inquirió Olegario Arturo.

—Para no entrar en controversia y enfrentamiento con ella, aplacé mis intenciones de formar un hogar con independencia. Accedí y partí a su lado rumbo a Las Delicias.

—Las Delicias, ¿la finca donde conoció a Olegario... mi padre?

—Sí, allá me tropecé con él.

En esa bonita finca la maltrecha vida de Gilda Mencino se cruzó con la de Olegario Perea. Este vendría a ser el padre de sus dos hijos mayores. No fue propiamente un noviazgo lo que ella tuvo con el administrador de Las Delicias. Él era un hombre rudo, tosco, de muy pocas y entrecortadas palabras; en absoluto cariñoso, menos romántico. Por su parte, ella era una joven sin la más mínima experiencia sentimental. Callada y retraída. Preocupada, eso sí, por el futuro de sus dos hermanos. Sentía, desde la aparición de Zoila, en El Fresnal, una vocación por ayudar a las personas. Algo así como un impulso por salvarle la vida a la gente, ya que Zoila salvó la suya. Aún desconocía la razón por la cual aquel fantástico ser la protegía, y seguía protegiendo, tal vez sin Gilda darse, o quererse dar cuenta.

De hecho, Gilda lo comenzó a hacer, salvarle la vida a la gente, cuando, allá en Las Delicias, su hermano menor Ebert Ernesto se cayó en una laguna en la cual criaban patos. Esa vez, ella, ante los gritos de Alcira, sin siquiera pensarlo, se lanzó a las embarradas aguas y sacó a la criatura, casi muerta, ya sin sentido.

—Madre, ¿quién te ayudó? —le preguntó Olegario Arturo, sorprendido y saliendo de su mutismo.

—Nadie, yo sola lo saqué. Una vez en la orilla de la laguna le comencé a masajear con fuerza el pecho. Al escucharle emitir un gemido, le abrí la boca y le di respiración con la mía. Luego, lo envolví en un cobertor de dulce abrigo y emprendí veloz carrera hacia el centro médico, en el pueblo.

Olegario Arturo volvió a tranquilizarse y guardó silencio para que su madre continuara contándole la historia.

—A lo largo de esos casi doce minutos de recorrido, paraba cada tres minutos y le daba respiración, de tal forma que al llegar hasta donde estaba el médico, este logró reanimarlo... «Le reconozco su valor y esfuerzo», me dijo, «de no hacer lo que hizo... su hermano estaría muerto».

Olegario Perea nunca le manifestó su amor a Gilda Mencino. Menos, que la quisiera. Todo fue muy simple y se originó en una tarde de junio de 1955 cuando, de manera sorpresiva, él le preguntó:

—Gilda, ¿usted aún es señorita?

—Sí —le respondió Gilda, sin dudarlo un segundo; pero él no le creyó y sonrió burlonamente.

Quince días después Olegario le manifestó:

—Quiero comprobar si de verdad es virgen, como me lo dijo hace unos días.

—Fue cuando quedé embarazada por primera vez —le confesó a su hijo, intentando esquivarle la mirada.

En septiembre de ese año: 1955, Alcira, con Gilda embarazada, Eneida del Pilar y Ebert Ernesto, retornaron al casco urbano y se arrimaron de nuevo. Esa vez lo hicieron en la casa de un familiar de Olegario Perea. Frente a tal situación, Gilda; a quien Olegario le negó su ayuda, pues manifestó que él no era hombre de compromisos ni ataduras con nada ni con nadie; decidió llevar a efecto su plan de independencia. A la primera que le comunicó su propósito emancipador fue a su progenitora. Alcira se escandalizó y le gritó:

—Mujer, ¿de dónde carajos va a sacar plata para pagar siquiera una pieza en arriendo? Además, no tenemos ollas, ni camas, ni nada... usted se enloqueció.

—Pese a la poca confianza de mamá, más aún, al rechazo y augurio de fracaso, decidí continuar mi gesta independentista con mayor entusiasmo —le dijo a su hijo—. Estaba segura de lograrlo, sobre todo, porque vi que en aquella casa almacenaban gran cantidad del café que traían de las fincas para seleccionar, empacar y sacar los sábados para vendérselo a los de la Federación Nacional de Cafeteros.

Como para pagar la comida y la habitación que les asignaron para dormir, además de la elaboración de los alimentos por parte de Alcira y de la lavada de la ropa, Gilda colaboraba con la selección del grano, así como la empacada, pesada en la romana y cerrada de los sacos, ilusionada calculó que si de cada bulto que ella pesara le permitieran sacar una minúscula parte, el equivalente a una taza chocolatera, podría ganarse algunos pesos. De esa manera le aseguraría a su hijo en camino, a sus hermanos y madre, unas condiciones de vida mejores a las que hasta entonces tuvieron. Sin pensarlo más se lo consultó a la prima de Olegario Perea, la dueña de la casa y del negocio del café. Esta, sin objeción; por el contrario, y como para intentar contrarrestar la irresponsabilidad de su primo hermano; la autorizó para que lo hiciera mientras duraba esa cosecha. Al cabo de tres meses, tras una de las mejores temporadas cafeteras en Oroguaní, Gilda completó tres cargas, las cuales vendió por algunos pesos. Con el producido del intercambio cafetero algo de ello ahorró, siguiendo parte de la estrategia de su bisabuelo Valentino.

—El excedente lo invertí en la compra de dos colchones, dos ollas, una olleta, tres cucharas de palo, un cuchillo de cocina, tres platos, tres pocillos de peltre, un mercado de tienda, una plancha de carbón y otros enseres domésticos menores.

Con ese menaje la familia Mencino se fue para la casona de los Manzanero, muy cerca del municipio. Inmueble facilitado por aquella familia en donde, alguna vez, Bernardo dejó a su cuidado a Alcira, días después de habérsela arrebatado a Tránsito. La contraprestación consistía en que Gilda y los suyos podían habitar y usar la derruida casona, sin pago alguno, siempre y cuando le efectuaran las refacciones necesarias para hacerla habitable, y así evitar que se cayera por completo. Gilda, tras parar con adobe las paredes y recomponer la mayoría de las tejas de zinc, en esa casona armó con alegría e ilusión de vida tres cujas sobre horquetas unidas con cercos de árboles cortados en la manga del monte vecino. Encima de estas puso los dos colchones nuevos y, en la tercera, un junco que le regaló la prima de Olegario. Allá se instalaron las Mencino en su primer hogar. Para Gilda, ese fue un inmenso triunfo; su primer gran logro, gracias, además, a la incipiente y sana economía cafetera de la región.

—Aquello significó, Olegario Arturo —Gilda se lo dijo con orgullo, levantando la frente y mirándolo directo a los ojos—, el inicio de mi independencia. Allí me prometí, y les dije a todos: a mamá, a Eneida del Pilar y a Ebert Ernesto, que, en lo sucesivo, con la ayuda de Dios, no iba a permitir que mi familia volviera, jamás, a estar arrimada, a vivir a la deriva, ni mucho menos de la caridad.

Corría para entonces el mes de diciembre del año 1955. Desde ese momentoGilda recibió ropa de las familias del pueblo para lavar y planchar, mientrasque Alcira, contagiada al fin con el entusiasmo de su hija, comenzó a trabajaren la panadería de don Paolo Romero. Allá aprendió el delicioso arte deelaborar galletas de vainilla y mantequilla, las famosas cucas oroguanenses.

El frío del olvidoWhere stories live. Discover now