El Grito del Diablo

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A las doce de la noche del 30 de marzo de 1923, Viernes Santo, Bernardo Mencino, junto con otros diecinueve liberales, amarraron un burro con un aguijón a la reja de la ventana de la habitación en la cual dormía el padre Sarmiento. La ventana de ese recinto de la casa cural daba a la plaza principal del pueblo.

Al jumento, con anticipación, le quitaron el labio superior para hacerlo parecer sonriente. También le colocaron un pequeño aguacate (cura) entre las orejas, asegurado con cintas azules, teñidas con la sangre del mutilado animal. De igual forma, le ataron sobre sus lomos dos bolsas de cuero, una a cada lado de la vieja y raída enjalma. Dentro de las alforjas Bernardo hizo depositar una gran cantidad de mechas de tejo entrelazadas mediante cordeles embreados con pólvora. Estas fueron estallando a lo largo de la broma. De las cuatro esquinas de la plaza y del escaño ubicado al centro de esta, grupos de cuatro hombres, ayudados con cornetas elaboradas con hojas de bore y plátano, entonaron lo que llamaban El Grito del Diablo.

Un grupo comenzó a entonar la letra a, amplificándola con la improvisada corneta y alargándola, como un lamento, durante diez segundos, al cabo de los cuales, de la otra esquina, el segundo grupo lo hizo con la e. Después, el tercero con la i. Luego, el cuarto con la o y, por último, el quinto con la u. Acto seguido, al unísono, los cinco grupos lo hicieron por espacio de otros quince o veinte segundos, y comenzaron de nuevo con la a, y así hasta completar cinco rondas.

El animal, al sentir las explosiones sobre sus lomos, y al oír los lúgubres berridos emitidos desde las oscuras esquinas y escaño de la plaza, comenzó a rebuznar con atropello y desespero, al tiempo que jalaba de la púa amarrada a la reja de la habitación del cura párroco.

El sacerdote se despertó asustado. Al estridente y quejumbroso coro de cornetas, a los dramáticos rebuznos, a las coces violentas y omnidireccionales del burro, y a las explosiones secuenciales de las mechas se les sumaron ladridos y aullidos provenientes de solares y patios; relinchos en los corrales; chillidos en las marraneras; maullares en los zarzos, amén del desfasado y adelantado canto de los gallos en los gallineros, del piar y el cacaraqueo en los galpones, así como el disonante coro de las desesperadas voces, las incongruentes oraciones, las espontáneas maldiciones y la confusión en general de los oroguanenses. Estos, atolondrados y presos del miedo, de rodillas pedían perdón a Dios, unos; gritaban con histeria, otros; lloraban, casi todos.

Una vez se puso en pie el padre Sarmiento, se cercioró: ¡no era una pesadilla! Sintió dolor por el pellizco que se propinó en el brazo izquierdo. ¡Sí, estaba despierto! Entonces, se acercó a la ventana que daba a la calle de donde provenía el barullo... pero, tras correr la cortina, el espectáculo que vio a través del cristal le pasmó la sangre, erizó el pelo y le hizo perder el sentido unos segundos después.

Cuando el padre Sarmiento observó hacia la calle, aquel animal sin labio, pero que a él le pareció que le sonreía macabramente mientras las mechas de las bolsas estallaban e iluminaban la dantesca escena, cual destello del averno, aún más asustado por la humana y sacerdotal aparición tras el cristal, rebuznó y lo miró desesperado, con ojos desorbitados. Entonces, levantó sus patas traseras, colocándolas luego en el piso, para apoyarse en ellas y levantar las delanteras y echar la cabeza y el cuerpo entero, con descomunal fuerza, hacia atrás.

La acción del jumento deleznó e hizo ceder la argamasa que aseguraba el adobe y fijaba la reja. Esta fue arrancada de la pared e impactó al enloquecido jumento, causándole gran dolor por el fuerte golpe del metal contra su hocico.

La enfurecida bestia rebuznó aún más duro y partió a pleno galope por entre la oscuridad que reinaba en la plaza. En su alocada retirada el jumento produjo chispas y un gran estruendo al rastrillarse el metal y los cascos contra la empedrada superficie. Esa escena hizo que aquel pobre hombre pensara, una fracción de segundo antes de desmayarse, aunque secretamente no creía en demonios, diferentes a los humanos, que tan infernal criatura, bestia del averno, aparición demoníaca, iba a coger impulso para precipitarse por entre la ventana sobre su débil y encamisada humanidad. Quizá para llevárselo a los infiernos por todos sus pecados inconfesos, en especial el cometido, por mucho tiempo, con la india Clorovea. O por los innumerables crímenes que, por su afán de mundana riqueza, unos, y para cumplir la inexorable cuota económica municipal para Facanativá, la ciudad capital y Roma, la mayoría, promovía y ejecutaba, de manera directa e indirecta, siempre a nombre de la fe.

Pocos minutos después, Clorovea, alumbrándose con unos sirios, acudió en auxilio del padre Sarmiento. Al encontrarlo inconsciente lo reanimó con el agua de la jofaina que reposaba sobre la mesita de noche, lanzándosela sobre su cara. Al volver en sí, el sacerdote se colocó de prisa su sotana, encima del camisón de dormir. La abrochó solo en la parte superior y sobre esta puso la primera estola que encontró en el armario. Luego, tomó la Santa Biblia, una camándula de pedernal, un paquete de velas benditas y fósforos, junto con el ricamente ornado acetre y el hisopo de plata engastado con ostentosa pedrería. Así salió a la plaza. Ahí la muchedumbre aterrorizada gritaba que «Satanás se hizo presente en Oroguaní ante tanto pecado», y le pedía de rodillas, mientras el corpulento, rubio y zarco cura colocaba y encendía las velas y esparcía agua bendita entorno a la ventana, su santa bendición, algunos; su divina protección, aquellos otros; rezar el santo rosario, unos tantos; agua bendita para ungirse, todos.

El padre, tras esparcir en todas las direcciones el agua bendita, rezó una gran cantidad de rosarios con los aterrados fieles y otras personas afectas y no a su iglesia; con liberales y conservadores juntos; con creyentes y ateos al unísono. Sacramental oficio que se prolongó hasta la 1:30 de la madrugada. A esa hora algunos pobladores llevaron ante su presencia al mutilado y ya calmado pollino.

El pobre animal fue capturado cerca del cementerio, aún con el aguacate(cura) entre las orejas y la arrancada y maltrecha reja, asida con el rejo. Esole permitió constatar al sacerdote que se trató, no de una aparición de Satanás,sino de una horrenda burla de humanos. Entonces, el párroco despachó conbendiciones a su feligresía, entró a la casa cural, seguido por Clorovea, cerróla puerta y se fue a la cama, hondamente contrariado.

El frío del olvidoWhere stories live. Discover now