El manuscrito

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La vida de Bernardo Mencino, al final, y como él se lo reconoció con tristeza, arrepentimiento, ¡y muy tarde!, a su mamá-hermana Bermina, además de consignarlo en el escrito, no dejó de ser más que una gran farsa humana. Una dramática y grotesca sumatoria de acciones contrarias a la verdad y a la rectitud, con las que, además de destruirse él, perjudicó a muchas personas, en especial a los suyos... y a su país.

Así se lo expresó a su mamá-hermana en Los Azahares cuando, veinte días antes del homicidio del que fue víctima, la visitó y le entregó el manuscrito. Postrera visita que le hizo a Mamá Mina, a hurtadillas, cual ladrón nocturno. Presentía que iba a ser asesinado. Por ese mismo motivo, y para evitar riesgos, poco y nada salía de La Guasimalera.

—Allí no es que me sienta más seguro —le dijo esa vez a su mamá-hermana Bermina—, solo algo menos vulnerable.

Cuatro años después de haber sido asesinado Bernardo, Bermina le entregó a Gilda el manuscrito, junto con la escritura de El Salado. Le hizo jurar a Gilda que solo haría público el manuscrito, algún día... mucho después de que ella y sus hijos hubieran muerto.

—La escritura de El Salado —le precisó—, para que disponga de esas tierras cuando lo estime conveniente; tal vez para cuando usted y Alcira se den cuenta de que lo del pleito por La Guasimalera es una perdedera de tiempo. Para entonces, y solo entonces, hagan efectivo este título inmobiliario y procedan a reclamar lo que mi padre Valentino les heredó.

La muerte de Bernardo amilanó a Bermina. Situación que aumentó cuando llegaron las amenazas contra Mencinos y Riveneiras, así como contra el reducto de liberales de la vieja guardia; es decir, contra los pocos adeptos a Bernardo que todavía quedaban en Oroguaní. Intimidaciones lanzadas desde múltiples y contundentes flancos como la Iglesia, los advenedizos líderes de la modernizada política liberal y de la reencausada conservadora, las fuerzas policiales y las militares, las autoridades judiciales, las emergentes bandas criminales comunes, y hasta de la creciente, patrocinada y fortalecida guerrilla.

Todo ello, concomitante con el descarado y manipulado giro que tomó la investigación del crimen de Bernardo. Pese a la contundencia del acervo probatorio, y a la evidencia obrante en folios, el presunto homicida salió con libertad provisional, gracias a la fianza que a su favor canceló Ester Julia Sagrario. Ella, además, y para garantizarle la vida a Alfonso Goenaga, solicitó y obtuvo, una semana después del homicidio, que lo trasladaran de la cárcel de Oroguaní a la de San Vicente, junto con el expediente.

—Señor juez —justificó Ester Julia—, allá, en esa conservadora municipalidad, se le juzgará con imparcialidad y llevarán a cabo todas las diligencias judiciales, con el debido proceso, garantizándole el derecho a la defensa al presunto implicado. Además, para protegerle la vida, frente a supuestas amenazas proferidas por copartidarios y familiares del inmolado caudillo liberal.

Bermina estaba, entonces, compelida al silencio, no solo por el viperino peso de aquellos oprobiosos, además de premonitorios, aconteceres de la cotidianidad social de entonces, sino por tan fatal, infame y comprometedora información que le heredó su hermano-hijo mediante el manuscrito en el que describió y proyectó, según su percepción, el dramático e inexorable ideario y trasegar futuro de las colectividades políticas del país, en especial: las liberales y conservadores, que al desprestigiarse, mutarían en múltiples y peores facciones, infectas de atorrante poder y avaricia sin límite, como ahí lo plasmó.

Dos años después de salir con libertad condicional, el presunto, judicialmente, homicida de Bernardo, es decir, Alfonso Goenaga, apareció asesinado, ultimado a tiros, junto a su esposa e hija, en una de las habitaciones de una casona ubicada en el barrio Santa Bibiana, entre El Crucero y San Agustín, en pleno centro de la ciudad capital.

El frío del olvidoWhere stories live. Discover now