Templo inconcluso

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En relación con la muerte de Bernardo Mencino, la capacidad quimérica de la mayoría de los oroguanenses se atizó, aún más. Algunos paisanos de la víctima, de forma subrepticia, culparon de aquel crimen atroz al clero, a la propia Iglesia Católica y, en especial, ¡al padre Gallego! En 1961 este hombre de iglesia, al asumir en Oroguaní su gobierno eclesiástico, abanderó el proyecto para terminar la construcción del templo. Acción paralizada desde el 46, y no solo por falta de recursos. Influyó en tal suspensión la decisión política de los liberales oroguanenses, con Bernardo a la cabeza, al sentir, al ser objeto de las represalias conservadoras del presidente Marcial Oliverio Perea, apoyadas e instigadas por los jerarcas católicos. Dignatario nacional con quien regresó el Partido Conservador al poder, luego de quince largos años de ayuno gubernamental... y burocrático.

Por esos, y por otros tantos motivos, Bernardo suspendió la ayuda y el suministro de recursos con los que venía apalancando aquella obra civil, aunque con una ínfima parte de lo que quedaba del tercio de la inmensa fortuna que Valentino Mencino, preocupado por la suerte de su descendencia, dispuso después de enterarse, por boca de su hija Bermina, sobre la maldición del poderoso tres con la que el padre Sarmiento sentenció, no solo a su hijo Bernardo, sino a sus copartidarios liberales... y a la sociedad, presente y futura, de aquel ubérrimo y encolerizado país. Pese a la disposición de Valentino en 1925, solo fue hasta 1938 cuando en efecto Bernardo decidió comenzar a cumplir, gota a gota, la voluntad de su padre en ese sentido.

Bernardo decidió comenzar a cumplir la manda de su padre, movido, sugestionado, callado y temeroso, por los tres fallidos intentos de asesinato de los que fue objeto en esos últimos cinco años. Intentonas todas estas de las que siempre fue salvado por su mula Dulcinea Segunda. Animal que, al presentir el peligro, en cada una de esas ocasiones, por resabio, se negó a seguir por el sendero en donde metros más adelante le tenían preparada a su amo una emboscada para asesinarlo y quitarlo del camino. En especial, luego siempre se sabía, por alguno de los dirigentes de bajo rango del Directorio Liberal Municipal, instado por oscuras fuerzas externas, por lo general provenientes, o del directorio departamental, o del nacional, y en una de esas ocasiones, producto de una componenda entre cercanos familiares y copartidarios lugareños.

Su primera mula Dulcinea lo salvó en otras dos ocasiones similares, antes de la maldición del poderoso tres. En esas primeras oportunidades los móviles se relacionaban con orgullos familiares manchados en el plano sentimental y humano, en particular, por parte de los Arellano, la segunda vez, y de los sanvicentinos Gonzaga, hermanos y padre de Juliana, la primera.

Dulcinea Tercera hizo lo propio desde 1949, en ocho ocasiones diferentes, y por disímiles motivos y perpetradores, cada vez más obvios y cercanos. Atentados planeados para ser ejecutados, por los caminos, por la carretera, o a la salida del pueblo, o muy cerca de La Guasimalera. Mas, nunca ahí, en sus dominios, en su finca. Como acaeció en el intento número nueve cuando la mula no presintió peligro alguno. Pues, quien haló tres veces del gatillo, a tres metros de distancia, de frente a la víctima, mirándolo a los ojos entre la bruma del amanecer, tras saludarlo con desprecio y decirle: «Hola, papá», fue uno de los hombres a quien Bernardo más quería y apoyaba, y en quien confiaba por completo: Alfonso Goenaga, su ilegítimo y al parecer oculto hijo.

Bernardo creía que nadie sabía que Alfonso era hijo suyo. Sin embargo, el pueblo entero recordaba con nitidez su episodio con Clorovea, correlacionado con la muerte del padre Sarmiento, meses después de que él organizó y protagonizó, ese Sábado Santo al amanecer, el inolvidable Grito del Diablo. Motivo por el cual aquel cura párroco, no solo lo maldijo, también lo hizo con su descendencia, tanto en el plano familiar, como en el político, económico y social.

Cuando Bernardo, a mediados del 61, se negó a apoyar la terminación del templo, pese a la abierta y pública solicitud que le hizo el padre Gallego, la ira de este no se hizo esperar, ni mucho menos fueron disimuladas sus religiosas advertencias y amenazas. El presbítero sabía, por boca de Bermina, que Valentino había dejado una gran fortuna para la Iglesia, y que lo transferido hasta entonces a las santas arcas era una mínima parte de lo dispuesto. Por ese motivo se propuso, a toda costa, lo juró, hacer cumplir la inquebrantable voluntad del moribundo Valentino. Para esas calendas el caudillo liberal tenía dos poderosas e inexorables razones para no seguir apoyando la culminación del templo, nunca entendidas ni mucho menos aceptadas por el reverendo párroco Gallego.

—Madre, ¿cuáles eran esas poderosas razones? —intrigado, Olegario Arturo le preguntó a Gilda.

—No le quedaba un solo centavo, ni de la parte dejada por Valentino para la Iglesia, como tampoco de lo correspondiente a la herencia de su hija Alcira —le respondió Gilda—. Además, todo lo suyo: bienes muebles, inmuebles y semovientes, que para entonces también eran muy pocos, y desde luego, su voluntad, estaban bajo las férreas y mezquinas manos y decisiones de Ester Julia Sagrario, su postrer y letal concubina.

—O sea que... ¿mi bisabuelo Bernardo encontró y dilapidó la fortuna en morrocotas de oro que Valentino enterró en La Guasimalera? ¿Descubrió las vetas?

—Por fortuna Valentino, ni mucho menos su mamá-hermana Bermina, le comunicaron a mi abuelo Bernardo la existencia del mayor banco de morrocotas, ni sobre aquella riqueza natural resguardada con hermetismo a lo largo de la geografía de la gigantesca finca...

—Me imagino que le ocultaron lo de los filones o vetas de oro sobre los que, según la historia, se fundamenta la estabilidad de ese villorrio... ¡y la de todo el país!

—Hijo, de haberlo sabido, mi abuelo Bernardo también habría dilapidado aquella hacienda nacional.

—Entonces, ese otro banco de morrocotas... ¿todavía existe, igual que los filones? —preguntó Olegario Arturo.

—Es probable... están muy bien resguardados, según Zoila, la adivinadora de mi infancia. Si hubiesen sido descubiertos, se habría sabido y sentido en todo el país sus nefastas repercusiones, como lo advirtió Mamá Mina, quien también predijo que tal vez nunca los descubran.

En la víspera de su muerte Bernardo le comunicó a Ester Julia, mientras cenaban en compañía de su hijo Armando, que al siguiente día iba a madrugar para ir hasta Convenio, la finca vecina, colindante por el suroccidente con La Guasimalera, de propiedad de don Agapito Garnica.

—Don Agapito trajo de Tibaitatá unas semillas de maíz muy resistentes a los parásitos, así como a las plagas —Bernardo les dijo a Ester Julia y Armando—. Quiero introducir esa especie en La Guasimalera para mejorar la producción.

Para hacer ese desplazamiento Bernardo le pidió permiso a Ester Juliapara que Jacinto, el mozo de cuadra de la finca, le alistara, antes de las tresde la mañana, a Dulcinea Tercera. Desde hacía más de dos años, desde cuandoagotó los recursos dispuestos y guardados para el proyecto político, la partede Alcira y lo inherente a la Iglesia, Bernardo le tenía que pedir permiso paratodo a Ester Julia. Ella, casi siempre, le autorizaba lo que solicitaba. Menosdinero en efectivo, como tampoco la comercialización de productos, ni bienes, ninada de su finca. Él ya no disponía tan siquiera de su tiempo libre para lostorneos de póquer. Estos, su concubina, los redujo a uno semestral. Eso sí, conun límite ínfimo de gastos y duración. Por tal razón, perdieron atractivo, nosolo para los invitados, sino para Bernardo, quien para 1962 dejó de programary organizar eventos de esa índole.

El frío del olvidoWhere stories live. Discover now